miércoles, 6 de enero de 2010

¡No escribas sobre eso!



Casi puedo escuchar las voces de personas cercanas a mí que son prudentes y que tal vez me sugerirían elegir para esta colaboración un tema menos polémico que los matrimonios entre personas del mismo género y la posibilidad de que adopten a menores de edad. Sin embargo creo que el tema amerita el análisis , no desde la limitada e inútil acción de juzgar qué es adecuado y qué no, sino desde la visión de lo que implica legislar y los criterios que deben regir esa actividad, ya que las leyes acaban determinando en gran parte la identidad y realidad de una comunidad.

Lo primero que hay que expresar con toda claridad es que pretender impedir o limitar el ejercicio de los derechos de una persona a causa de su orientación sexual es absolutamente inaceptable; no sólo la homofobia, que implica un rechazo abierto y se acaba manifestando en expresiones de agresión, sino cualquier forma de discriminación, exclusión o intolerancia derivada de características individuales –en este caso la preferencia sexual– corresponden a siglos pasados, y ya entonces eran reprobables. Una comunidad que no reconoce los derechos de sus integrantes por ser distintos a la mayoría no puede preciarse de estar regida por un sistema de libertades, que de acuerdo con ciertos criterios (con los que coincido) es un elemento fundamental del desarrollo.

Considerando lo anterior, cualquier legislación que no reconoce y protege los derechos de todos por igual es insuficiente; y cualquier reforma legislativa que incrementa el reconocimiento y protección de los derechos de todos por igual debe ser considerada un avance. Así, si una persona quiere heredarle bienes a su pareja del mismo género, asegurarle seguridad social o extenderle cualquier beneficio del que disfrutan las parejas heterosexuales, pues esa demanda bien vale abrir la discusión y ¿por qué no? buscar alternativas legales para que así suceda.

Hasta aquí todo bien; pero es también aquí donde se complican las cosas. Lo expresado anteriormente implicaría que se reconocieran a las parejas del mismo género los derechos que la ley ha reconocido para quienes viven en una situación semejante al matrimonio sin haber adquirido ese régimen legal, es decir, quienes viven en concubinato, que es una figura jurídica plenamente desarrollada. Porque para situaciones asimiladas, la ley debe establecer previsiones asimiladas. Pero no debe perderse de vista que las situaciones asimiladas son eso, no la situación original, sino una que se le asemeja.

En este caso, analizando la situación con una visión más amplia que la que se centra en debatir si se está de acuerdo o no, el verdadero triunfo para los promotores de la iniciativa no consistió en el reconocimiento de derechos antes ignorados, sino en lograr que la ley modificara el significado de las palabras: la reforma fuerza a que se reconozca con el término “matrimonio” algo distinto a lo que establece la lengua española, lo que se constata al consultar cualquier diccionario. Esto no puede sino tener un interés ideológico. Esta iniciativa no se dio en forma aislada, sino en el marco de un movimiento por el avance de una ideología; las batallas ideológicas se ganan mediante conquistas; y pocas conquistas hay tan significativas como las que se logran a través del lenguaje.

Desde ese punto de vista los legisladores del Distrito Federal que aprobaron la modificación legal faltaron a la esencia de su cargo al hacerlo en los términos en que lo hicieron, porque la función legislativa no es semántica; no abarca establecer el significado de las palabras ni su empleo. Es artificial la victoria que se logra en términos de igualdad, si esta se alcanza mediante la ampliación forzada del alcance de una palabra.

Es un deber ético de quienes elaboran y modifican las leyes tener el máximo cuidado de impedir que ellos, sus mayorías legislativas o las normas, sean utilizados para alcanzar conquistas ideológicas de cualquier movimiento, independientemente de la identidad o la orientación que este tenga.

Lo anterior se comprobará el día en que la ALDF esté conformada en su mayoría por quienes se opongan a las reformas aprobadas, que sin duda utilizarán esa superioridad numérica para darles marcha atrás. ¿Se puede calificar como avance cultural el que está sostenido por los alfileres de la imposición numérica? Así no se legisla.

Por otra parte está la cuestión de la adopción. No me empantanaré en los terrenos engañosos del debate acerca de cómo crece un niño adoptado por una pareja del mismo género, principalmente porque no me parecen creíbles los argumentos de uno ni de otro lado: ni creo que los niños en esa situación estén condenados a la desgracia ni creo que al crecer se conviertan sin excepción en adultos “perfectamente sanos y adaptados”, como afirman quienes defienden una y otra postura. Hay algo más simple que se ha perdido de vista: la figura de la adopción se enmarca dentro del derecho que tienen todos los niños de vivir en un hogar y de tener una familia; no dentro del derecho de los adultos de conformar una familia.

La adopción no responde a los intereses de los adultos (de una u otra preferencia sexual), sino al interés supremo del menor. Quien argumenta que se le debe permitir adoptar porque es un derecho, tenga la orientación sexual que tenga, no ha comprendido la naturaleza de esa figura. El derecho a adoptar es un derecho imaginario. A lo que cualquiera tiene derecho, eso sí, es a acudir a las instituciones del estado que se encargan del tema y solicitar adoptar a un menor, ese derecho podía ser ejercido sin excepción o exclusión antes de esta reforma, bajo la consideración de que cualquiera que inicia el procedimiento de solicitud de adopción sabe que se trata de un proceso de análisis selectivo y que existen posibilidades de ser aceptado como padre adoptivo o no. Una cosa es solicitar adoptar y otra es que esa solicitud sea aceptada, como lo sabe cualquiera que inicia ese proceso en cualquier parte del mundo.

Lo que todo esto nos muestra es que la justificada necesidad de reconocer derechos plenos para todos se encuentra atrapada entre dos fuegos: el de quienes confunden el reconocimiento de derechos con la relajación de las buenas costumbres, y el de quienes permiten que las luchas dejen de ser batallas garantistas y se conviertan en guerras ideológicas. Y quienes se encuentran en medio y comprenden de qué se trata, simplemente no han podido hacerse escuchar con fuerza.

Atrapados en este fuego cruzado, no pueden hacerse sino malos presagios para el avance de los derechos humanos. Ojalá esté equivocado.

1 comentario:

  1. Feliz año ante todo Rafael!!!!

    Tus artículos siempre tan precisos. Espero que la ley aprobafa en el D.F. permita una mayor igualdad en el trato entre personas homosexuales. El enfoque que das a la adopción es interesante, peo en toda democracia se corren riesgos a cambio de garantizar las libertades individuales.

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