martes, 3 de noviembre de 2009

¡Tengo miedo!



Esta noche es la noche de brujas anglosajona, y el lunes es el mexicanísimo día de muertos. En realidad los bordes entre una y otra tradición se han ido diluyendo y los que pertenecemos a estas generaciones hemos asistido a la paulatina y tal vez inevitable fusión de cultos, al menos en cuanto a imágenes distintivas se refiere. Ayer recorrí con mi hijo un mercado lleno de calacas de cartón, calaveras de azúcar y catrinas de papel elegantísimas que convivían sin pudor nacionalista alguno con brujitas de Halloween y fantasmitas que decían “¡boooo!” en inglés. Sólo después de comprar algunos ejemplares de papel picado me sorprendió descubrir que la imagen recortada en algunos de ellos era la de una sonriente y estadounidense calabaza.


El punto de coincidencia de ambos festejos son las tumbas, las velas, el color anaranjado que se hace presente tanto en el cempasúchil como en las calabazas, lo tenebroso y el aflorar de todo aquello que nos causa miedo a los humanos. Y hablando de lo tenebroso, coinciden estas fechas en forma preocupante con el baile macabro que se traen los legisladores y el poder ejecutivo en torno al diseño de un nuevo paquete fiscal. Aquí también, el miedo se hace presente.

A los ciudadanos nos dan miedo los destrozos que puedan hacer los legisladores: que nos cobren por todo, que nos conduzcan a más penurias de las que hemos vivido en los últimos meses, que inventen impuestos nuevos, que incrementen los que ya existen o que escondan alguno que otro por ahí.

Da miedo, y no es para menos: el presidente propone medidas fiscales, los diputados rechazan unas, cambian otras y se inventan unas más, para finalmente informarnos que todavía no encuentran la forma de evitar que el próximo año se presente un terrible “agujero fiscal”. Un agujero fiscal… ¿a qué nos debería sonar? El término suena espantoso. Los diputados priistas aprovechan la ocasión para hacerle ver al presidente y a quien se deje que ellos mandan, así que cambian la propuesta por una propia, y que esta sea insuficiente es lo de menos. El presidente del PAN se queja y acto seguido le pasa por encima una estampida de indignados revolucionarios que por lo visto quieren causarle tal temor, que en adelante lo piense una o seis veces antes de opinar lo que sea en contra de ellos.

Los senadores del PRI advierten que van a echar pa’trás las inaceptables medidas aprobadas por los diputados, aunque sean los de su propio partido; luego se juntan todos y se toman, sonrientes, una foto. Queda oculta en la penumbra más misteriosa la cuestión de qué van a proponer los legisladores de la cámara alta. Todos sospechamos que los intereses que definirán finalmente la recaudación y el gasto del dinero público no serán los más patrióticos sino los usuales, los que surgen de las ocultas catacumbas en que operan líderes políticos que a más de uno le causan espanto.

“¡Tengo miedo!” dice el clásico. “¡No voy a confiar, en este momento tengo miedo!”

Para el presidente Calderón y su gente, en México le tenemos miedo a los cambios de paradigmas, por eso no hacemos las reformas estructurales que el país necesita. Al menos en alguna medida parece que tiene razón. Todos sabemos que el miedo paraliza; ¿no será eso lo que tiene a los líderes políticos como inmovilizados en ese aspecto?

Al mismo presidente, por lo visto, se le quitó el miedo a decirle a los empresarios que deben cumplir mejor con sus impuestos; bueno, como dirían en algunos pueblos: ahora sí se despertó el muerto. Los líderes salen indignadísimos a asegurar que los empresarios sí cumplen con sus impuestos. No ellos, no los asociados a sus respectivas cámaras de comercio, no: todos los empresarios. Pero es que también, el presidente empleó expresiones y conjuros que asustan al más valiente: por ejemplo, que hay que acabar con los regímenes de excepción.

El secretario del Trabajo Javier Lozano dio, hace unos días, una muestra de resistencia y aplomo frente a situaciones espantosas y logró mantenerse sereno, por ejemplo cuando un diputado que también sería un pésimo profesor de primaria daba de manotazos en el podio de la tribuna gritándole enajenado como si estuviera en la barra de una cantina, sabiendo que gozaba de total impunidad y libertad para comportarse como quisiera (más, claro, que en la cantina). Y Lozano, ni un parpadeo. Hay que luchar contra el miedo.

A los políticos nada les da tanto miedo como el costo político, y se lo avientan entre ellos, espantados, no ya como papa caliente sino como el petate del muerto. Les asusta más incluso que la posibilidad de que se conozcan sus excesos, sus inconsistencias o sus abusos.

A otros, sin embargo, parece gustarles el miedo. Noroña y Muñoz Ledo, por ejemplo, seguramente se comportan como lo hacen en el congreso para ver si así cualquiera que se las vea con ellos experimenta, ya de entrada, un temor que le ponga en cierta desventaja.

Si una reforma fiscal suele parecerse a una montaña rusa, los políticos parecen estar haciendo lo posible para convertirla en una casa de los sustos. Ya los veremos en tres años pidiéndonos el voto, como diciendo: “ándenle… no tengan miedo”.

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