martes, 15 de septiembre de 2009

¿Estamos, Kemosabe?







¿Estamos, Kemosabe?


No se necesita convencer a nadie de que el delito –como noción, como realidad, como amenaza– está entre nosotros, como un fantasma que se pasea por las habitaciones de una casa sin que la familia que ahí vive sepa con certeza si lo puede ahuyentar o no, en qué momento les dará algún susto, y si se limitará a eso.

Los últimos días han sido abundantes en recordatorios que hacen las veces de notas de presencia: un presunto sicario llamando a un programa de denuncia y quejas ciudadanas para proponerle al gobierno que “se respeten” mutuamente. El secretario de Gobernación respondiendo “señores: los estamos esperando”. ¿¿¿Estamos, Kemosabe??? El secretario Gómez Mont aclaró que “nosotros” eran las autoridades, los encargados de la seguridad pública, con quienes debían vérselas los criminales, no con los ciudadanos… pero éstos desde acá no dejamos de preguntarnos si los delincuentes habrán entendido bien el mensaje.

Otro sicario, uno que ha sido detenido, narra algunos principios de funcionamiento del cártel para el que trabaja, lo que algunos medios llaman un “código de honor”. ¿Existe esto, tienen estos asesinos algo siquiera parecido? El grupo del que él formaba parte le quitó la vida a 12 policías, debido probablemente a que entraron al pueblo y no fueron detectados sino hasta que se encontraban ya dentro. Sabiendo esto, calificar lo que narró ese delincuente como un código de honor parecería broma; pero una muy, muy mala.

Hoy hay suspenso por saber si un diputado electo que apoyaba a narcotraficantes siendo además hermano del gobernador, va a obtener o no su registro como diputado federal y con él la protección del fuero legislativo. Si logran colarlo al Palacio de San Lázaro agazapado en alguna cajuela, disfrazado o mediante alguna otra trampa, ya la libró; si lo detienen en la puerta, ya se le echó a perder todo.

¿Qué hacemos con esta realidad del delito entre nosotros? ¿Hay algo siquiera que hacer? ¿O no tenemos más que esperar a ver si el crimen se acaba debilitando a sí mismo?

Hay un requisito indispensable para combatir al delito, y es, antes que nada, comprenderlo, ya que de no ser así los esfuerzos para atacarlo resultan parciales, desordenados y finalmente limitados en cuanto a sus resultados. Se debe comprender el delito como una conducta humana a la que, como tal, no se le puede erradicar. No es posible desaparecer una conducta, ya que esta se origina en el interior de las personas, en un espacio que escapa al control de una ley, por oficial que sea, de un programa público, por bien hecho que esté, y de la vehemencia de un funcionario, aun si esta se genera en convicciones y objetivos auténticos y honestos.

Así, no es posible acabar con las conductas delictivas. Lo que sí se puede hacer es obstaculizarlas, perseguirlas y sancionarlas.

Al ver las cifras de gente que ha perdido la vida, al observar las masacres, las escenas inimaginables que se han generado en los últimos años, hay quien se pregunta si ese era el camino correcto. Hay quien ha insinuado que la intensidad con que el presidente Calderón emprendió la batalla contra el crimen organizado ha sido excesiva o que lo ha distraído del otro tema importante, la economía. ¿En qué medida podemos hacer cálculos acerca de lo que hubiera pasado de no haberse iniciado esta guerra del Estado contra el crimen? Los análisis contrafácticos –lo que podría haber ocurrido si las circunstancias se hubieran desarrollado de una forma distinta a la que se presentó– padecen siempre de la vulnerabilidad de lo especulativo, pero podemos suponer con elementos que los cárteles y sus líderes serían más fuertes de lo que son ahora y de lo que eran al inicio del sexenio.

Se cuenta que en los primeros días de esta administración, estrenándose Calderón como presidente, un militar de alto rango desplegó sobre una mesa en una sala de juntas un mapa aéreo en el que se señalaba cómo buena parte de un estado se hallaba cubierta por sembradíos de droga… y luego el mapa de otro estado en las mismas condiciones… y luego el de otro. Se ha narrado también que el propio presidente preguntó a su secretario de la Defensa Nacional qué pasaría si no se utilizara toda la fuerza disponible contra las asociaciones delictivas, a lo que este respondió que en tal caso, en unos años los delincuentes estarían sin duda sentados en los lugares que ellos mismos ocupaban en ese momento.

No parece haber mucho espacio de decisión: todo indica que esta guerra era inevitable y cada golpe, con todo y sus consecuencias, necesario. Lo que no sabemos es si se ha calculado lo que pasará cuando –de tener éxito las autoridades en este combate– los cárteles se conviertan en muchos minicárteles y queden en manos de quienes antes no eran más que matones, sin más capacidad que la de disparar a todo el que se cruce en su camino. Porque para ser estratégico cualquier proyecto debe pasar por un buen ejercicio de prospección, anticipar lo que sucederá si no se tiene éxito, pero también lo que sucederá si se logra lo esperado.


Suponiendo –esperando– que las autoridades sepan lo que están haciendo, ¿ya sabrán lo que van a hacer después? ¿Y luego?

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