martes, 12 de mayo de 2009

Calles que gritan





Calles que gritan



Rafael González Montes de Oca



Los gobiernos –las autoridades– creen que se comunican con sus gobernados a través de entrevistas, conferencias de prensa, boletines, comunicados, spots en medios, o a través de espectaculares. De lo que nunca se enteran es de la otra comunicación, la que se da a través de mensajes que envían cotidianamente, sin proponérselo, sin notarlo, sin sospecharlo siquiera.


Esa otra comunicación está conformada por las señales que se lanzan a través de las acciones de gobierno, del contacto entre un ciudadano cualquiera y una autoridad cualquiera, a través de los aciertos y de los errores, y a través del estilo de gobernar, y que le hablan al ciudadano acerca de cómo es percibido por sus autoridades, en qué concepto lo tienen y cómo consideran que debe ser tratado.


Yo, por ejemplo, vivo en una ciudad cuyas calles me dicen, me gritan, que a quienes la gobiernan les importo muy poco, o más bien no les importo nada; una ciudad que se gobierna mediante decisiones que lejos de traer orden generan desorden, caos, y que manifiestan un total desinterés por la forma en que se pueden ver afectados sus habitantes. En esta ciudad, difícil por sí misma, se puede afirmar que no hay uno solo de sus habitantes, ¡uno solo entre sus decenas de millones de habitantes! que en este momento no esté siendo afectado por las obras de encarpetamiento, reencarpetamiento, construcción de puentes o distribuidores viales; y, más que por las obras en sí, por la forma absurda y negligente en que estas se realizan. En esta ciudad el término las obras es comprendido y manejado diariamente por todo mundo como un mal inevitable, monstruoso, que nos afecta a todos irremediablemente.


El surrealismo, que siempre ha sido mencionado como una característica pintoresca de esta complicada capital, desde hace unos meses se presenta a la vuelta de cada esquina mostrando su rostro más desagradable y confrontante. Se cierran avenidas primarias tanto como calles menores, de un día a otro, de un momento a otro, sin previo aviso. Cualquiera que se traslada en automóvil, al dar una vuelta dentro de la ruta acostumbrada de pronto se encuentra con un cierre que no es nunca anunciado con anticipación, en el que no hay un trabajador o un letrero, sino un montón de bloques de concreto que están ahí en involuntaria analogía con la autoridad que las mandó colocar: incuestionable, inapelable, inmutable, que no explican nada y que parecieran gritar “¡ya lo sé… y no me importa!”. Los cierres obligan a recorridos larguísimos, absurdos, que alejan a cualquiera de su ruta original en medio del congestionamiento ocasionado por la cantidad de conductores desviados de su camino, sin que ningún funcionario haya tenido la suficiente claridad como para trazar rutas alternas que reduzcan la afectación a los usuarios de las obras.


Las obras. Nadie que llegue tarde a una cita, por importante que esta sea, puede ser cuestionado si explica que su atraso se debe a las obras; todos comprendemos lo impredecible y lo irremisible que es topar con ellas y, de una forma silenciosa, con las autoridades que están detrás, que a todas luces han olvidado para quiénes se debe gobernar y que tal vez nunca han sabido que la primera obligación de todo gobierno es no molestar.


Los bloques de concreto, las cubetas de cemento con varillas. Largos tramos de calle que ya están listos pero en los que aún no hay paso; otros que pasan días y días cerrados sin que se inicie labor alguna, mientras miles de automóviles pasan al lado por el único carril que queda disponible, todos retrasados para llegar a sus destinos, todos sin comprender por qué el camino está bloqueado, todos experimentando impotencia y/o desesperación y/o rabia.


Ambulancias que tienen que pasar por donde parece imposible: un orden improvisado en el que los conductores suben sus autos a la banqueta o los pegan a más no poder al otro lado para que la ambulancia pase con increíble lentitud, casi rozando los espejos laterales. Todos se preguntan lo mismo: es una emergencia, ¿cómo es posible que la ambulancia no pueda avanzar por esa avenida que tiene cerrado el paso a pesar de no haber un solo trabajador, una máquina, un pico o una pala? Y el mensaje silencioso de la autoridad indiferente: “¡no me importa!”


Tarde al trabajo, y en el cubo de cemento con una varilla doblada el mensaje silencioso de la autoridad lejana: “¡no me importa!”


Tarde a recoger a los hijos, al médico, a la entrevista laboral, al aeropuerto, al regreso a la casa, y en la piedra pintada de amarillo vial (¡!), el mensaje silencioso de la autoridad cínica: “¡no me importa!”


Quienes en este momento planean sus plataformas electorales y sus campañas, harían bien en diseñar y comprometerse a un gobierno centrado no en sí mismo, sino en los ciudadanos a quienes se debe; no en los funcionarios, sino en las personas; no en las autoridades, sino en los habitantes en quienes debería encontrar su sentido.


Sería refrescante tener alternativas reales que nos permitieran deshacernos de estos gobernantes que bien podrían asumir como slogan el título de la canción, ese clásico de Luz Casal: “No me importa nada”.



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