
El concepto de democracia, ya se sabe, va mucho más allá de lo electoral. Como en México pasamos décadas y décadas sin que se respetara el voto (algunas ciudades tienen un museo del sexo o un museo del jamón o un museo de la pasta; ¿por qué nosotros aún no tenemos un museo del chanchullo?), en los 90’s el desarrollo democrático se midió principalmente en evitar los fraudes electorales y en el acceso al poder público a partidos políticos que siempre habían sido oposición.
En los primeros años de este siglo, el momentum generado por la llegada a la presidencia de un partido distinto al PRI sirvió para avanzar en otros aspectos que sin estar vinculados al voto son parte esencial de la democracia, principalmente la transparencia. Ahora es común dar por nulo todo lo que se hizo en la administración foxista porque en la práctica contemporánea del análisis político se suele descalificar todo de un solo golpe de opinión –lo cual se explica como una reacción de péndulo, después del empacho de tantos y tantos años de magnificar al presidente, su gestión, su sexenio y todo lo que tuviera que ver con él–; pero la realidad es que al margen de los recurrentes errores anecdóticos, durante la pasada administración el país se transformó en muchos aspectos, y tal vez el más representativo es precisamente el desarrollo de la transparencia y la rendición de cuentas.
Hay que recordar que hace unos pocos años no existía posibilidad alguna de que se obligara a una oficina de gobierno a entregar información sólo porque un ciudadano la había solicitado. La administración de Fox abrió paso a la existencia de un organismo de acceso a la información pública e incluso se tuvo que someter a él cuando la oficina de la Presidencia fue obligada a entregar a un ciudadano copias de las facturas de teléfonos celulares utilizados por el mismísimo primer mandatario. Antes no era así: preguntaba uno por teléfono el nombre de quien estaba a cargo de determinada oficina pública o el domicilio en el que se le encontraba, y quien nos atendía nos preguntaba quiénes éramos, para qué queríamos saberlo, y con tono de guardián de secretos de Estado se nos hacía saber que no se nos podía dar esa información.
Así y todo, por positivos que han sido estos avances en la apertura de la información pública, estamos aún lejos del ideal democrático de la transparencia total. Nuestro antes inexistente acceso a documentación de todo tipo nos ha dado una engañosa sensación de que sabemos lo que está pasando. Falso. En realidad aún no sabemos nada.
Si algo podemos concluir de distintas situaciones que se han presentado en las últimas semanas –la publicación del libro de Carlos Ahumada; las declaraciones y retractación de Miguel de la Madrid; las versiones acerca de lo que sucedió entre la aparición de las primeras y la redacción de la segunda; entrevistas como las que ha dado Roberto Madrazo a distintos medios de comunicación; y la información que se genera en torno a candidaturas, coaliciones y campañas– es que si somos ciudadanos comunes en realidad no sabemos nada. Somos civis ignarus: ciudadanos que no saben nada, ciudadanos que ignoran lo que pasa.
Cada vez que nos asomamos a esa otra realidad, la que permanece oculta a los ojos de la gente normal, nos damos cuenta de que hay todo un mundo de relaciones, vínculos, acuerdos, negociaciones, estrategias, arreglos y compromisos, del que nosotros no alcanzamos a ver ni siquiera una partecita. Nosotros creemos que vemos la realidad; creemos saber quién es quién, a qué grupo pertenece un político, quiénes de ellos son aliados y quiénes son adversarios, qué piensa un periodista de tal político o de tal empresario. Pura y total ingenuidad. Al adentrarnos a las revelaciones no puede sino sorprendernos todo lo que sucede sin que nos demos cuenta: no puede sino sorprendernos enterarnos de quién se reunió con quién, qué se acordó dónde, quiénes participaron; quién le pagó las vacaciones a quién; quién comió un día con quién, quién le pidió millones a quién, quién se los dio o no y de dónde los sacó. Qué sorpresa enterarse de quién viajó en el avión de quién y a dónde fue; a quién le encargaron que negociara una reforma de gran trascendencia y cómo lo hizo; quién solicitó algo, quién accedió y a cambio de qué.
Las bambalinas de la política mexicana tienen mucho del reino del revés: amigos, enemigos, aliados, parejas y socios insospechados. Negocios de muchos millones, rencores, perdones, cobros y complicidades. Quién grabó a quién; por qué quitaron a alguien de su puesto o por qué no lo hicieron. Quién abusó, quién le ayudó. Es sorprendente qué, es sorprendente quién y es sorprendente con quién.
La ciudadanía consciente implica luchar para hacer cada vez más público lo público, en lugar de tan privado como lo sigue siendo hasta ahora. La evolución de la democracia mexicana no puede sino pasar por ello, por lo que sería la segunda generación de nuestra transparencia. Hasta ahora creemos que vemos lo que sucede, pero no somos sino espectadores que atienden a una puesta en escena: la acción en realidad está en los camerinos, mientras que nosotros observamos la obra, muy atentos, desde nuestra butaca.
En los primeros años de este siglo, el momentum generado por la llegada a la presidencia de un partido distinto al PRI sirvió para avanzar en otros aspectos que sin estar vinculados al voto son parte esencial de la democracia, principalmente la transparencia. Ahora es común dar por nulo todo lo que se hizo en la administración foxista porque en la práctica contemporánea del análisis político se suele descalificar todo de un solo golpe de opinión –lo cual se explica como una reacción de péndulo, después del empacho de tantos y tantos años de magnificar al presidente, su gestión, su sexenio y todo lo que tuviera que ver con él–; pero la realidad es que al margen de los recurrentes errores anecdóticos, durante la pasada administración el país se transformó en muchos aspectos, y tal vez el más representativo es precisamente el desarrollo de la transparencia y la rendición de cuentas.
Hay que recordar que hace unos pocos años no existía posibilidad alguna de que se obligara a una oficina de gobierno a entregar información sólo porque un ciudadano la había solicitado. La administración de Fox abrió paso a la existencia de un organismo de acceso a la información pública e incluso se tuvo que someter a él cuando la oficina de la Presidencia fue obligada a entregar a un ciudadano copias de las facturas de teléfonos celulares utilizados por el mismísimo primer mandatario. Antes no era así: preguntaba uno por teléfono el nombre de quien estaba a cargo de determinada oficina pública o el domicilio en el que se le encontraba, y quien nos atendía nos preguntaba quiénes éramos, para qué queríamos saberlo, y con tono de guardián de secretos de Estado se nos hacía saber que no se nos podía dar esa información.
Así y todo, por positivos que han sido estos avances en la apertura de la información pública, estamos aún lejos del ideal democrático de la transparencia total. Nuestro antes inexistente acceso a documentación de todo tipo nos ha dado una engañosa sensación de que sabemos lo que está pasando. Falso. En realidad aún no sabemos nada.
Si algo podemos concluir de distintas situaciones que se han presentado en las últimas semanas –la publicación del libro de Carlos Ahumada; las declaraciones y retractación de Miguel de la Madrid; las versiones acerca de lo que sucedió entre la aparición de las primeras y la redacción de la segunda; entrevistas como las que ha dado Roberto Madrazo a distintos medios de comunicación; y la información que se genera en torno a candidaturas, coaliciones y campañas– es que si somos ciudadanos comunes en realidad no sabemos nada. Somos civis ignarus: ciudadanos que no saben nada, ciudadanos que ignoran lo que pasa.
Cada vez que nos asomamos a esa otra realidad, la que permanece oculta a los ojos de la gente normal, nos damos cuenta de que hay todo un mundo de relaciones, vínculos, acuerdos, negociaciones, estrategias, arreglos y compromisos, del que nosotros no alcanzamos a ver ni siquiera una partecita. Nosotros creemos que vemos la realidad; creemos saber quién es quién, a qué grupo pertenece un político, quiénes de ellos son aliados y quiénes son adversarios, qué piensa un periodista de tal político o de tal empresario. Pura y total ingenuidad. Al adentrarnos a las revelaciones no puede sino sorprendernos todo lo que sucede sin que nos demos cuenta: no puede sino sorprendernos enterarnos de quién se reunió con quién, qué se acordó dónde, quiénes participaron; quién le pagó las vacaciones a quién; quién comió un día con quién, quién le pidió millones a quién, quién se los dio o no y de dónde los sacó. Qué sorpresa enterarse de quién viajó en el avión de quién y a dónde fue; a quién le encargaron que negociara una reforma de gran trascendencia y cómo lo hizo; quién solicitó algo, quién accedió y a cambio de qué.
Las bambalinas de la política mexicana tienen mucho del reino del revés: amigos, enemigos, aliados, parejas y socios insospechados. Negocios de muchos millones, rencores, perdones, cobros y complicidades. Quién grabó a quién; por qué quitaron a alguien de su puesto o por qué no lo hicieron. Quién abusó, quién le ayudó. Es sorprendente qué, es sorprendente quién y es sorprendente con quién.
La ciudadanía consciente implica luchar para hacer cada vez más público lo público, en lugar de tan privado como lo sigue siendo hasta ahora. La evolución de la democracia mexicana no puede sino pasar por ello, por lo que sería la segunda generación de nuestra transparencia. Hasta ahora creemos que vemos lo que sucede, pero no somos sino espectadores que atienden a una puesta en escena: la acción en realidad está en los camerinos, mientras que nosotros observamos la obra, muy atentos, desde nuestra butaca.
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