(Ilustración de Mario Fucille)
A Benedetti le sucedió un drama del que no se ha hablado mucho en estos días: se convirtió en un objeto de consumo.
Lo tenía todo: la obra, claro, pero también la imagen, la marca. Era un hombre mayor pero alegre, no anciano, con mejillas pequeñas pero infladas, con un par de líneas cruzando su frente. Su mirada amable, comprensiva, pacífica, miraba a las cámaras y a las personas como si las conociera de toda la vida. Esa mirada estaba enmarcada por unas cejas que, a veces alerta, a veces divertidas, a veces pensantes, siempre parecían un poco sorprendidas. Sus párpados caían sobre sus ojos lo suficiente para parecer los de alguien que ha vivido mucho pero se ha divertido mucho, o que ha tenido que soportar mucho, pero ha dejado todo el sufrimiento atrás. Ese conjunto de ojos-cejas-párpados-brillo en la pupila-bolsas de los ojos, parecía decir “lo sé” o “yo te conozco” o “¿qué crees?” o “mirá vos” o todas las anteriores al mismo tiempo.
Tenía una nariz que al pasar de los años se fue haciendo redonda y caricaturesca, de abuelo simpatiquísimo, sin barba pero eso sí: con qué bigote, qué bigote abundante que se fue haciendo blanco, blanco, y que se partía por en medio, que ocultaba a veces toda su boca y era el marco superior perfecto para una sonrisa eterna. Sospecho que Benedetti sonreía sin querer, lo que explicaría que no haya una imagen de él en que las comisuras no formen o al menos insinúen una gran sonrisa cómplice, de quien sabe algo genial que los demás ignoran.
Se vestía siempre de camisa y casi siempre de saco, pareciendo un Martín Santomé de verdad. Cuando escribió La Tregua tenía 40 años, y siempre me ha parecido que llevaba tan dentro a Santomé, que creció para convertirse en la viva imagen de su personaje.
El conjunto era, pues, genial. El Benedetti de los últimos años podía haber sido dibujado por Quino. Los ingredientes perfectos para tener un artículo para el consumidor de hoy.
Por si su imagen fuera poco, tenía giros literarios que se prestaban para la admiración dulzona:
“No te salves”, escribió, sin sospechar que la frase sería utilizada como grito de guerra de quien fuera, incluyendo a los alumnos de una de las universidades privadas más caras del país, que grafiteaban eso en paredes de tabla roca dispuestas para la ocasión cuando peleaban quién sabe qué frivolidad con la junta directiva de la institución.
“Somos mucho más que dos”, escribió, sin prever las tantas ocasiones en que alguna colegiala ignoraría la fuerza del texto completo para exclamar “¡Ay, qué lindo! ¡Más que dos!”
“Mi estrategia es que un día cualquiera, no sé cómo ni sé con qué pretexto, por fin me necesites”, escribió. ¿Cómo se iba a imaginar que esas líneas serían el status con que alguien se describiría en Facebook hace unos días, cuando al viejo le llegó la muerte?
Benedetti se convirtió en un objeto de fácil consumo, como lo pude tristemente comprobar aquella noche de 1997 en que él se sentó en un sillón colocado en el escenario del Palacio de Bellas Artes. Leía textos selectos de su obra y los fans, apretujados en cada butaca, en cada pasillo y cada escalón del recinto, aplaudían lo que dijera, a rabiar. No importaba lo que leyera, bastaba que hiciera 3 segundos de silencio para que la gente –después de unos momentos de desconcierto– comprendiera que había terminado esa lectura y aplaudiera, gritara, rugiera, a más no poder. Decía Benedetti el nombre de un libro cualquiera del que leería algo y la audiencia estallaba en ataques de emoción y entusiasmo. Llegó un momento en que se puso a leer frases, algunas de ellas aisladas y sin mucho sentido. Poco importaba. Podía decir lo que fuera, podía decir “pasan misiles ahítos de barbarie globalizados”; euforia total. O decir: “se me ocurre que vas a llegar distinta, no exactamente más linda, ni más fuerte, ni más dócil, ni más cauta, tan sólo que vas a llegar distinta”, y el segundo piso del recinto se caía en gritos, silbidos y aplausos. Le ponían una aureola y hacían de sus frases una cándida moraleja, tal vez sin saber siquiera que él habría advertido desde siempre contra esto. Eso no es amor, diría.
Ese Benedetti aclamado como un ídolo pop era indeseable e insoportable porque era una agresión contra él mismo. Mario Benedetti, si es lindo, no es. Flaco favor le hizo Nacha Guevara al llevar al canto su “Te Quiero” inmortal: “Tequieroenmipaaaaaaaaraaaaíííííííísssooooooooooooo”, tipludamente, melódicamente, encantadoramente… qué traición terrible. A ese Benedetti-cosita linda había que decirle adiós.
Algunos tontuelos lo despiden ahora, tardíamente, y hacen escritos intragables metiendo forzadamente los nombres de sus libros o de sus poemas dentro de cada párrafo:
Es hora Don Mario que “Hagamos un Trato”. -Un trato que nos indique “La Tregua” que Usted propone. Podría tirarle “Piedritas en la Ventana”, aprender y poner en práctica su “Táctica y Estrategia”…
Por favor. No hay respeto para los muertos.
Un Benedetti dulzón y uno doloroso, uno armónico y otro desconcertante. Cara y cruz del mismo gran tipo ¿Cuál era su verdadera cara? ¿Cuál de estas dos caras era su verdadera cruz?
El día del empalague de aplausos en Bellas Artes llegué a mi casa a sacar todos mis libros de Benedetti porque sentía que necesitaba encontrarme con él, con sus giros inesperados, con su originalidad, pero sobre todo con su bronca. Lo de Benedetti es la bronca. Tiene sus aforismos graciosos y sus cuentos ortodoxos, sí, y buenos. Pero el Benedetti que llega a la médula, que se mete al torrente sanguíneo, que se queda para siempre con uno, no es lindo: es doloroso, es pasmoso, es sorprendente.
La estrategia está mona, pero sólo se percibe su golpe, su fuerza, cuando se la lee como la sencilla y tremenda contraparte de la elaborada y detallada táctica.
“Somos mucho más que dos” es sólo una frase linda, pero es nada comparada con la descripción que el autor hace de los ojos de ella, conjuro contra la mala jornada; de su mirada, que mira y siembra futuro; de sus manos, que trabajan por la justicia; de sus caricias, que son sus acordes cotidianos; de su boca rebelde, de su rostro sincero, de su paso vagabundo y de su amor por este mundo. Te quiero porque sos pueblo, le dice. Amor a su tierra y amor a su pueblo y amor a la justicia latiendo en el amor a una mujer. Carajo.
Ese es en realidad el que ahora se fue. Se fue Benedetti, el que decidió que Avellaneda y Santomé no vivieran felices para siempre, sino que hizo a éste un inesperado viudo de amante. El que escondió en otro libro una inusitada carta que ella le escribe a él desde su lecho de muerte. El que se fue ahora es el Benedetti que hace que uno se sienta el oficinista aburrido que encarna en sus historias, esperando que den las 5 de la tarde para escapar del tedioso infierno de su escritorio; que logra que uno se sienta... no, que logra que uno sea por unos momentos el expulsado de su tierra, o el exiliado que es notificado de que con la distancia y el tiempo su mujer ha estado sola y por lo tanto ha dejado de serlo. El que logra que uno sienta que está del otro lado de los barrotes, mirando a su hijo llorar por ver a su padre preso y torturado y le dice “llorá nomás botija, son macanas que los hombres no lloran”. Carajo.
El que logra que uno se sienta por un momento el abuelo que es desprendido de su nieto, que era su único hilo conductor con la vida, cuando tenía preparados 10 ó 12 cuentos para narrarle en secreto. El que logra que uno comprenda la profunda sinceridad del hombre que se emborrachó e hizo comentarios desastrosamente honestos y por lo tanto fue abandonado por su mujer, y que bebe una vez más tan solo para que, cuando le llame para decirle que la ama, ella sepa que le está diciendo la verdad.
El que escribió esa frase lapidaria que ha surgido y seguramente seguirá surgiendo de algún lugar del recuerdo en distintas disyuntivas de mi vida: uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere. Carajo.
Chau, viejo, chau.
Chau número final.