martes, 1 de junio de 2010

Benedetti a cara o cruz


(Ilustración de Mario Fucille)

A la partida de Benedetti, mi buen amigo Arturo Peón generosamente me solicitó un texto para su blog. Es éste, que coloco aquí a un año y días de distancia de ambos sucesos.



A Benedetti le sucedió un drama del que no se ha hablado mucho en estos días: se convirtió en un objeto de consumo.


Lo tenía todo: la obra, claro, pero también la imagen, la marca. Era un hombre mayor pero alegre, no anciano, con mejillas pequeñas pero infladas, con un par de líneas cruzando su frente. Su mirada amable, comprensiva, pacífica, miraba a las cámaras y a las personas como si las conociera de toda la vida. Esa mirada estaba enmarcada por unas cejas que, a veces alerta, a veces divertidas, a veces pensantes, siempre parecían un poco sorprendidas. Sus párpados caían sobre sus ojos lo suficiente para parecer los de alguien que ha vivido mucho pero se ha divertido mucho, o que ha tenido que soportar mucho, pero ha dejado todo el sufrimiento atrás. Ese conjunto de ojos-cejas-párpados-brillo en la pupila-bolsas de los ojos, parecía decir “lo sé” o “yo te conozco” o “¿qué crees?” o “mirá vos” o todas las anteriores al mismo tiempo.

Tenía una nariz que al pasar de los años se fue haciendo redonda y caricaturesca, de abuelo simpatiquísimo, sin barba pero eso sí: con qué bigote, qué bigote abundante que se fue haciendo blanco, blanco, y que se partía por en medio, que ocultaba a veces toda su boca y era el marco superior perfecto para una sonrisa eterna. Sospecho que Benedetti sonreía sin querer, lo que explicaría que no haya una imagen de él en que las comisuras no formen o al menos insinúen una gran sonrisa cómplice, de quien sabe algo genial que los demás ignoran.


Se vestía siempre de camisa y casi siempre de saco, pareciendo un Martín Santomé de verdad. Cuando escribió La Tregua tenía 40 años, y siempre me ha parecido que llevaba tan dentro a Santomé, que creció para convertirse en la viva imagen de su personaje.

El conjunto era, pues, genial. El Benedetti de los últimos años podía haber sido dibujado por Quino. Los ingredientes perfectos para tener un artículo para el consumidor de hoy.

Por si su imagen fuera poco, tenía giros literarios que se prestaban para la admiración dulzona:


“No te salves”, escribió, sin sospechar que la frase sería utilizada como grito de guerra de quien fuera, incluyendo a los alumnos de una de las universidades privadas más caras del país, que grafiteaban eso en paredes de tabla roca dispuestas para la ocasión cuando peleaban quién sabe qué frivolidad con la junta directiva de la institución.

“Somos mucho más que dos”, escribió, sin prever las tantas ocasiones en que alguna colegiala ignoraría la fuerza del texto completo para exclamar “¡Ay, qué lindo! ¡Más que dos!”

“Mi estrategia es que un día cualquiera, no sé cómo ni sé con qué pretexto, por fin me necesites”, escribió. ¿Cómo se iba a imaginar que esas líneas serían el status con que alguien se describiría en Facebook hace unos días, cuando al viejo le llegó la muerte?


Benedetti se convirtió en un objeto de fácil consumo, como lo pude tristemente comprobar aquella noche de 1997 en que él se sentó en un sillón colocado en el escenario del Palacio de Bellas Artes. Leía textos selectos de su obra y los fans, apretujados en cada butaca, en cada pasillo y cada escalón del recinto, aplaudían lo que dijera, a rabiar. No importaba lo que leyera, bastaba que hiciera 3 segundos de silencio para que la gente –después de unos momentos de desconcierto– comprendiera que había terminado esa lectura y aplaudiera, gritara, rugiera, a más no poder. Decía Benedetti el nombre de un libro cualquiera del que leería algo y la audiencia estallaba en ataques de emoción y entusiasmo. Llegó un momento en que se puso a leer frases, algunas de ellas aisladas y sin mucho sentido. Poco importaba. Podía decir lo que fuera, podía decir “pasan misiles ahítos de barbarie globalizados”; euforia total. O decir: “se me ocurre que vas a llegar distinta, no exactamente más linda, ni más fuerte, ni más dócil, ni más cauta, tan sólo que vas a llegar distinta”, y el segundo piso del recinto se caía en gritos, silbidos y aplausos. Le ponían una aureola y hacían de sus frases una cándida moraleja, tal vez sin saber siquiera que él habría advertido desde siempre contra esto. Eso no es amor, diría.

Ese Benedetti aclamado como un ídolo pop era indeseable e insoportable porque era una agresión contra él mismo. Mario Benedetti, si es lindo, no es. Flaco favor le hizo Nacha Guevara al llevar al canto su “Te Quiero” inmortal: “Tequieroenmipaaaaaaaaraaaaíííííííísssooooooooooooo”, tipludamente, melódicamente, encantadoramente… qué traición terrible. A ese Benedetti-cosita linda había que decirle adiós.

Algunos tontuelos lo despiden ahora, tardíamente, y hacen escritos intragables metiendo forzadamente los nombres de sus libros o de sus poemas dentro de cada párrafo:

Es hora Don Mario que “Hagamos un Trato”. -Un trato que nos indique “La Tregua” que Usted propone. Podría tirarle “Piedritas en la Ventana”, aprender y poner en práctica su “Táctica y Estrategia”…

Por favor. No hay respeto para los muertos.


Un Benedetti dulzón y uno doloroso, uno armónico y otro desconcertante. Cara y cruz del mismo gran tipo ¿Cuál era su verdadera cara? ¿Cuál de estas dos caras era su verdadera cruz?

El día del empalague de aplausos en Bellas Artes llegué a mi casa a sacar todos mis libros de Benedetti porque sentía que necesitaba encontrarme con él, con sus giros inesperados, con su originalidad, pero sobre todo con su bronca. Lo de Benedetti es la bronca. Tiene sus aforismos graciosos y sus cuentos ortodoxos, sí, y buenos. Pero el Benedetti que llega a la médula, que se mete al torrente sanguíneo, que se queda para siempre con uno, no es lindo: es doloroso, es pasmoso, es sorprendente.

La estrategia está mona, pero sólo se percibe su golpe, su fuerza, cuando se la lee como la sencilla y tremenda contraparte de la elaborada y detallada táctica.

“Somos mucho más que dos” es sólo una frase linda, pero es nada comparada con la descripción que el autor hace de los ojos de ella, conjuro contra la mala jornada; de su mirada, que mira y siembra futuro; de sus manos, que trabajan por la justicia; de sus caricias, que son sus acordes cotidianos; de su boca rebelde, de su rostro sincero, de su paso vagabundo y de su amor por este mundo. Te quiero porque sos pueblo, le dice. Amor a su tierra y amor a su pueblo y amor a la justicia latiendo en el amor a una mujer. Carajo.

Ese es en realidad el que ahora se fue. Se fue Benedetti, el que decidió que Avellaneda y Santomé no vivieran felices para siempre, sino que hizo a éste un inesperado viudo de amante. El que escondió en otro libro una inusitada carta que ella le escribe a él desde su lecho de muerte. El que se fue ahora es el Benedetti que hace que uno se sienta el oficinista aburrido que encarna en sus historias, esperando que den las 5 de la tarde para escapar del tedioso infierno de su escritorio; que logra que uno se sienta... no, que logra que uno sea por unos momentos el expulsado de su tierra, o el exiliado que es notificado de que con la distancia y el tiempo su mujer ha estado sola y por lo tanto ha dejado de serlo. El que logra que uno sienta que está del otro lado de los barrotes, mirando a su hijo llorar por ver a su padre preso y torturado y le dice “llorá nomás botija, son macanas que los hombres no lloran”. Carajo.

El que logra que uno se sienta por un momento el abuelo que es desprendido de su nieto, que era su único hilo conductor con la vida, cuando tenía preparados 10 ó 12 cuentos para narrarle en secreto. El que logra que uno comprenda la profunda sinceridad del hombre que se emborrachó e hizo comentarios desastrosamente honestos y por lo tanto fue abandonado por su mujer, y que bebe una vez más tan solo para que, cuando le llame para decirle que la ama, ella sepa que le está diciendo la verdad.

El que escribió esa frase lapidaria que ha surgido y seguramente seguirá surgiendo de algún lugar del recuerdo en distintas disyuntivas de mi vida: uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere. Carajo.

Chau, viejo, chau.


Chau número final.



 

lunes, 8 de marzo de 2010

¡Van en sentido contrario!


No sé si a alguien le asuste que dos partidos políticos suscriban un acuerdo a fin de intentar preservar sus respectivos intereses: a mí no. No sé si a alguien le asuste ver la serenidad y firmeza con que un político puede sostener una falsedad frente a un periodista, frente a la audiencia y frente a la ciudadanía: a mí sí.

A mí me hubiera gustado que cuando se le cuestionó a César Nava la existencia de un pacto con Beatriz Paredes, puesto por escrito y firmado, hubiera respondido con alguna ambigüedad, algún monólogo confunde-ingenuos, algún nudo verbal como los que había estado lazando ella cuando se le preguntaba sobre el tema. Me hubiera gustado, porque entonces de lo único que se le podría criticar sería de poco claro o de evasivo. Pero ¿qué respondió? “No lo hubo y no lo hay.” (Bastaba, por supuesto, decir que no lo hubo, porque entonces es claro que no lo hay… pero dejemos estas obviedades a un lado) “No estaríamos dispuestos”, continuó, “a condicionar nuestra actuación a la inclusión de otros… nuestras decisiones han sido libres…”. Digo que me hubiera gustado que fuera más ambiguo en su respuesta porque me gustaría tener forma de alimentar la ilusión de que a pesar de todo, a pesar de la maraña enredada, destructiva e irresponsable en que está convertida la política mexicana, existen personas en los altos puestos de decisión del país que serían incapaces de decir y sostener de frente algo que no es verdad. Y no es que piense que no los hay, es sólo que cada vez me quedan menos por quiénes apostar. Seamos optimistas: ha de haber más, pero no los conocemos. Ha de haber por ahí varios políticos honrados y capaces. ¿Serán muy discretos y prefieren no darse mucho a conocer? ¿Serán algo así como honrados de clóset?

Por lo pronto no me puedo quedar con las ganas de proponer:

7 sencillos consejos para quien sea dirigente de un partido político

- Si no se desea que lo puedan acusar a uno de hacer pactos con el partido adversario, uno debe evitar hacer pactos con el partido adversario.

- Si se hacen esos pactos pero se quiere evitar que se diga que fue a espaldas del comité ejecutivo de su partido, es mejor que esos pactos no sean hechos a espaldas del comité ejecutivo de su partido.

- Si se quiere evitar que se afirme que uno ha hecho lo mismo por lo que se está atacando al Secretario de Gobernación (realizar pactos con el PRI), entonces hay que abstenerse de una de dos: o de realizar pactos con el PRI, o de atacar al Secretario de Gobernación.

- Si no quiere uno que se ande diciendo que firmó un documento de determinado tipo, hay que tratar de no andar firmando documentos que sean de determinado tipo.

- Si se tiene conciencia de que efectivamente se ha firmado un documento, no es aconsejable negar públicamente la firma de ese documento.

- Si por un supuesto acuerdo de confidencialidad se desea guardar sigilo sobre la existencia de un documento, no resulta prudente exhibir ese documento y comprobar su existencia.

- Si se descubre que el día anterior uno afirmó públicamente algo que no era cierto, no hay que intentar justificarse aduciendo la confidencialidad como el principal criterio. A México le sobran políticos que ponen en primer lugar el secreto y la confidencialidad y le urgen políticos que pongan frente a todo la sinceridad.

Cuando se deja de actuar con sentido común, inevitablemente se empieza a actuar en sentido contrario.

lunes, 22 de febrero de 2010

Una de las patas


Hace un par de días el Presidente envió al Senado una iniciativa de ley para combatir el secuestro. (Sería bueno que fuera más sencillo para cualquiera tener acceso a iniciativas tan importantes como esa. En las oficinas de la Presidencia, por lo menos, no lo fue: “Llame al Senado, tal vez ahí la tengan”.)

A diferencia de lo que señalan algunos legisladores, esa iniciativa no tiene la misma trascendencia que las otras 12 ó 13 que esperan pacientemente ser analizadas en esa Cámara Alta; se trata de la propuesta enviada por el Jefe del Ejecutivo Federal, que se encuentra en pleno combate contra el crimen y que pretende que ese ordenamiento sea un instrumento más para avanzar en el objetivo de hacer de México un país más seguro.

A continuación se analizan algunos de los puntos clave de la propuesta:

Integración normativa. La iniciativa recoge sanciones y previsiones legales que estaban dispersas en muy distintos ordenamientos, lo cual sin duda favorece su aplicación y propicia la mejor coordinación de las diversas autoridades que por diferentes situaciones pueden conocer de este delito. Este es un acierto.

Aumento en las sanciones. La propuesta prevé que se aumenten los tiempos de cárcel a los secuestradores –hasta la cadena perpetua–. Aumentar las penas es una forma de representar la gravedad que se le otorga a un delito; pero sólo sirve de algo si efectivamente se atrapa a los delincuentes. Si no hay detención no hay procesamiento, y sin este no hay sanción. La óptica de autoridad suele conducir a eso, al endurecimiento de las sanciones, pero para saber si será de alguna utilidad se debe tener una visión criminológica que contemple la percepción del delincuente: la enorme mayoría de los secuestradores ni siquiera sabe a qué posibles penas se enfrenta en caso de ser detenidos, por eso les da igual que las penas se queden como están o se incrementen o se tripliquen. Al no tener una idea clara de la sanción original, aumentarla en un 50% o multiplicarla por 4 es una operación que ellos no hacen. Además los delincuentes parten de la idea de que no los van a atrapar, y que incluso en la lejana posibilidad de que así fuera, hay mil cosas que pueden pasar entre eso y que sean sentenciados. Y por último… ¡total, hay líderes de bandas dedicadas al secuestro que operan desde la cárcel!

Diversificación de castigos. En la iniciativa se proponen mayores sanciones para los casos en que el secuestrado sea menor de edad, mayor de 60 años, mujer embarazada o alguien que padezca inferioridad (sic) física o mental. A todos nos queda claro que el objetivo es agravar, digamos “encarecer” penalmente los secuestros de estas personas. Pero aquí opera un criterio económico: al “encarecer” el secuestro de personas con determinadas características se “abarata” el de otras. Es decir, siendo muy casuísticos, lo que se puede prever es que si acaso esto tuviera alguna incidencia en los delincuentes no sería la de inhibir sus crímenes, sino la de seleccionar con determinados criterios a quiénes secuestrar.

En otro aspecto, se prevé sancionar a quien funja como intermediario entre la familia de un secuestrado y los delincuentes; en ese caso habría que especificar que lo que será delito es negociar sin conocimiento de las autoridades, de lo contrario se estaría obligando a las familias a tener contacto con los delincuentes o a cederle esa representación a la policía, aunque consideren que con eso ponen en riesgo la integridad de la persona secuestrada. Creo que una familia que se encuentre en esa terrible circunstancia debe tener derecho a pedir a una persona de confianza les ayude a intentar salir de ella, si bien las autoridades deben estar al tanto de lo que está sucediendo.

Intervención de llamadas y manejo de información. Si el combate a la delincuencia es una guerra, las autoridades tienen una gran desventaja: tienen que pelearla ajustándose a reglas, mientras que los criminales hacen todo lo contrario, y más ahora que han roto los códigos de conducta que durante años habían respetado. Frente a esa situación, el factor con el que pueden emparejar un poco las cosas es una estructura nacional de inteligencia policiaca que, bien utilizada, puede regresar un poco de equilibrio a la balanza. De hecho esa es la principal forma en que se puede lograr combatir a los grupos delictivos: mediante el uso adecuado de la inteligencia. Lo que se requiere para que esto funcione es evitar a toda costa que se vea obstaculizado por burocratismo: un enredo de trámites, solicitudes, retrasos y complicaciones para lograr que se autorice la intervención de comunicaciones echaría a perder estos esfuerzos. Llama la atención que se hable de comunicaciones, sin especificar que tengan que ser telefónicas, lo que es muy positivo pues abre el margen de maniobra.

Infiltración policiaca de las bandas de secuestradores. Los operativos realizados mediante la actuación de agentes encubiertos deben ser parte de toda táctica para atacar a la delincuencia organizada. Sin embargo se debe considerar una realidad: en esos ámbitos criminales la cercanía e involucramiento con los líderes y su acceso a la información y operación está determinada en gran parte por la confianza que se gana una persona, y eso se logra justamente mediante la realización de actividades propias de la banda, es decir, delictivas. ¿Cuáles serían los criterios para conseguir que agentes se infiltren en los grupos criminales, sin que tengan que incurrir en delitos para lograrlo?

El combate eficaz al delito es como una mesa que debe estar apoyada en 4 patas: una legislación adecuada, un esquema ágil y efectivo de reacción ante hechos delictivos, una estructura eficiente que persiga a los delincuentes hasta sancionarlos, y una adecuada cooperación entre las autoridades y la sociedad. Al parecer que el Presidente lo sabe, pues ha abordado todos estos aspectos en sus posturas que ha expuesto abiertamente, como nunca antes, a raíz de que ha asumido una intervención directa en el caso de Ciudad Juárez. Pero no es suficiente saberlo: esta interdependencia de factores condiciona el éxito de cada esfuerzo. Así, la iniciativa presidencial, incluso si se perfecciona y aprueba sin muchos regateos y demoras, representa una de las patas; pero sólo puede tener éxito si se logran reforzar las otras, de lo contrario nos apoyamos en una mesa que se tambalea.


Correo electrónico: rafael@gonzalez.com.mx

Juegos de Poder


La prudencia aconseja no jugar desde el poder, porque hacerlo es algo muy serio. Pero la realidad es que por todas partes vemos a los políticos haciendo juegos, y por mucho que lo quisiéramos no podemos tener la certeza de que saben a lo que están jugando.

Por ejemplo, el Presidente parece estar metiéndose en un juego medio pesado con el PRI: un juego parecido a las vencidas, en el que gana o quien tiene más fuerza, o quien tiene más aguante. Abrir en el PAN la posibilidad de hacer alianzas con el PRD fue una inequívoca provocación al PRI, partido especialmente sensible que no tolera desaires ni malos tratos, y menos ahora que se consideran los virtuales arrendatarios del poder público, en paciente espera mientras les hacen entrega del mismo. Ya se sabe que el PRI está siempre en permanente alerta contra desplantes, en un estado parecido al que anunció Corea del Norte cuando, hace más o menos un año, ante maniobras militares de su vecino del sur advirtió: “todo disparo será una declaración de guerra”. Pues Calderón ya disparó y el PRI ya dio por declarada la guerra. (Por cierto, y para acentuar la semejanza, en el caso mencionado Corea del Norte agregó que respondería a cualquier acto con un ataque mucho más potente).

¿Por qué el Presidente decidió romper lanzas con quien podría ser su aliado en las reformas aún pendientes? Hay varias respuestas probables: porque no le gustó que se dieran por vencedores anticipados de la próxima justa (cuyas batallas ya comenzaron, pero que aún tiene una vida de politiquería por delante); porque se hartó de que los legisladores priistas más resonados, como Beltrones, hablen de él casi con magnanimidad, como quien se refiere a un nuevo gerente recién llegado que no sabe cómo manejar la oficina; porque quiso quitarle un poco de debilitamiento al PRD y pasárselo al tricolor con miras al 012; o porque se cansó de que le anduvieran vendiendo caro su amor y regateándole hasta una aprobacioncita del senado para salir de viaje. El caso es que ambos poderes –el presidencial y el priista– han iniciado un forcejeo indeseado para cualquier expectativa del país: el poder del Estado contra el poder del dinosaurio. Bueno, una parte de la parte del Estado que está en poder del Presidente, en combate con la parte más primitiva que le queda al dinosaurio.

¿En qué terminarán esas luchitas? Podemos ya anticipar el resultado: todos pierden. El que pierda menos creerá que ganó, claro, pero todos habrán/habremos perdido. Será como en un pleito de secundaria, en el que celebra quien haya perdido menos dientes.

Cambiando de arena, hay otros juegos más irritantes aún, como el que trae Ebrard jugando a gobernar. No está tirado al ocio, eso hay que reconocerlo, y seguro tiene días bastante ajetreados; pero los huecos en la eficiencia de su gobierno asoman por todas partes y así como se manifestaron antes en forma del drama del News Divine, se aparecen ahora como camiones de basura cayendo desde el prototípico segundo piso, o de agresiones a famosos que dejan ver un poco de la otra vida nocturna, para la que las autoridades no son más que artículos decorativos que, encima, decoran poco y mal. Ebrard parece estar jugando a las manitas calientes: sólo reacciona cuando llegan los golpes: ¿cayó un camión de basura del distribuidor vial? ¡Impidamos (ahora sí) el paso de camiones a los carriles centrales del Periférico! ¿Le dispararon a un ídolo en horas y situaciones discordantes con la ley? ¡Publiquemos la ley de verificación de antros, que no tenía ni para cuándo! ¿Se supo que hay miles de bares que violan la ley? ¡Anunciemos para el próximo fin de semana un megaoperativo y pongamos unas calcomanías de ésas fosforescentes que están almacenadas por ahí!

Y claro, el delegado hace lo propio y por el mismo camino: ¿En ese bar se evidenció lo mal que funciona mi administración? ¡Cerrémoslo y pongamos ahí una casa de convivencia para personas de la tercera edad! (¿En qué momento la tontería se convierte en ofensa?)

Y en la otra pista, la procuraduría de justicia del Distrito Federal. Yo creo que el procurador Mancera es un buen servidor público y que está auténticamente comprometido con su cargo; pero en esta ocasión intentar subirse en la ola generada por la vertiginosa reacción mediática y tratar de seguirle el ritmo, no sólo fue imposible sino que resultó contraproducente y provocó que se sacrificara la muy valorada mesura. Al ver que un subprocurador anunciaba y daba paso a la vedette, al ver que ella tomaba el micrófono institucional con la sonrisa televisiva a más no poder, al verla voltear a las cámaras como quien anuncia el próximo estreno de su nuevo reality, no pude evitar pensar en términos coloquiales: ya los perdimos.

Jugar desde el poder es peligroso. Cuando se gana no se puede saber bien si en verdad se ganó y cuando se pierde no se puede saber con certeza cuánto se perdió. Y los que pagamos solemos ser los que ni siquiera tenemos mucho que ver en el juego, sino que debemos intentar entretenernos –si es que se puede– mirando cómo juegan, pierden y nos hacen perder.

Qué mal: perder nada más mirando.



Correo electrónico: rafael@gonzalez.com.mx

jueves, 11 de febrero de 2010

Gómez Mont en 3 lecciones


Era una tarde de 1990 y yo me encontraba tomando clase de derecho penal con el profesor y abogado Fernando Gómez Mont. El curso pasaba por el tema de delitos contra la vida y la clase de ese día era sobre el aborto.

Gómez Mont inició preguntando directamente: “¿Quién de ustedes está en contra del aborto?” Algunos compañeros intentaron aclarar a qué tipo de aborto se refería y especificar los casos, pero él no permitió matizar con detalles antes de conocer la postura básica de cada uno: “Ya hablaremos de la clasificación y pondremos ejemplos, pero antes quiero saber, hablando del aborto en general ¿quién de ustedes está en contra?”

El grupo reaccionó con cautela, porque era imposible saber si él tenía una expectativa, o cuál era la postura con la que él coincidiría, si es que había alguna.

Yo, que estaba sentado en la fila de adelante, levanté la mano. Gómez Mont me miró y luego, lentamente, fue revisando el resto del salón. Finalmente se dirigió a mí: “¿Sólo usted, compañero?” Al volver la vista hacia atrás me di cuenta de que era el único que había levantado la mano; casi me arrepentí, y vi venir lo que seguramente serían 2 horas de un complicado y acalorado debate de uno contra todos, o para ser más gráfico, de todos contra uno.

El profesor volteó a ver de nuevo al grupo y otra vez a mí, y luego con voz tan serena como firme agregó: “Entonces sólo somos dos”.

A continuación protagonizó una de las cátedras más sólidas que he escuchado acerca de la vida, la persona, la ley y la función del Derecho, basándose en principios filosóficos que casi naturalmente se convertían en principios lógicos, y que casi naturalmente se transformaban en enunciados jurídicos incuestionables incluso por los adversarios del día, que no eran pocos ni poco aguerridos.

Ese día aprendí de derecho penal, del derecho a la vida y de la justicia, pero también aprendí 3 lecciones sobre Fernando Gómez Mont:

1. Que es un hombre de ideas, valores y convicciones.

2. Que no tiene reparo alguno en anunciarlos, debatirlos y defenderlos públicamente.

3. Que tiene una gran facilidad para sostenerlos con fundamentos, razonamientos y principios más que sólidos.

¡Qué debate el que se pierde México con su decisión de guardar los motivos!


sábado, 23 de enero de 2010

Los haitianos, los mexicanos, los seres humanos


Han pasado once días desde el terrible terremoto en Haití y esta sigue siendo, por mucho, la noticia más imponente sobre todas las demás. La nota ya no es, por supuesto que haya temblado ni que se hayan derrumbado tantos edificios ni que se haya muerto tanta gente. Ya no lo es, tampoco, que los haitianos anden por las calles deambulando, sin comida, familia, destino ni esperanza.

Conforme se ha ido desvaneciendo la nube de polvo levantada por los derrumbes, lo que queda a la vista es lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Así son los desastres; sacan a la luz lo más grande y enaltecedor de las personas, y también lo más lamentable y miserable.

En cualquier catástrofe en que la alimentación se vuelve difícil o inaccesible se ven escenas inesperadas, como las de gente entrando a lo que queda de supermercados derruidos, poniendo en enorme riesgo sus vidas para sacar alimento y tratar, justamente, de salvarlas. Pero surgen también las escenas más desafortunadamente previsibles: al lado de quienes sacan unas pocas verduras, harina, arroz o agua, se mueven con sorprendente naturalidad quienes lo mismo sacan televisores de lujo que pantallas o aparatos de música. Se conforman hordas de delincuentes que saquean las casas semidestruidas, llevándose los pocos bienes que tenía la familia que ahí vivía y que exhiben retadoramente su botín por las calles, armados con palos por si alguien se atreve a cuestionarles algo.

El país más poderoso del mundo se dispone presto a la ayuda y envía tropas para controlar el vandalismo y para ordenar la entrega de ayuda, pero en cuanto llegan, voluntarios y representantes de organizaciones benéficas que llevan ya días ayudando heroicamente se preguntan, extrañados, por qué los norteamericanos, en lugar de propiciar la urgente coordinación de los esfuerzos, limitan la fluidez de la ayuda y frente al mundo entero protagonizan sin reserva alguna un despliegue de fuerza que parece más una intervención militar que una operación de asistencia. Y todo bajo el liderazgo del más reciente premio Nobel de la paz.

Lo último que se escucha y que hace la noticia de hoy traza lo ilimitado que puede resultar el mal: niños secuestrados de hospitales con fines de trata de personas. ¿Será lo peor que veremos, serán estas las más graves de las réplicas al terremoto, o la desgracia dará para más? Esta humanidad, tan capaz de tanto.

Al menos la capacidad para lo bueno llega hasta acá. Los mexicanos sabemos solidarizarnos con el que lo necesita. Al ver que las inmediaciones de la Cruz Roja se saturan y que eso se debe en parte a la gran cantidad de autos particulares o camiones cargados de bienes donados por personas que desean genuina y auténticamente llevar ayuda, uno no puede dejar de preguntarse por qué, si los mexicanos tenemos esa naturaleza noble y generosa que siempre se hace presente en ocasiones como ésta, no nos va mejor como país, como sociedad, como comunidad. Pero luego uno recuerda que algunos de los que están dispuestos a dar tan genuina y positivamente esa útil ayuda son los mismos que no dudan en acelerar su auto cuando una familia con niños cruza una calle para tratar de ganarles el paso; y que hacen trampa; y que destruyen lo que pueden; y que disfrutan de afectar al otro y arrebatarle lo que puedan, porque sienten que algo ganan con eso.

¿No podríamos ser así de sensibles hacia el otro como una vez más lo demostramos, sin que tenga que estar tan lejos, sin necesidad de que desaparezca su país de origen bajo los escombros? ¿Cómo operan esos mecanismos de la bondad y de la conciencia, que hacen que haya gente dispuesta a adoptar y hacer parte de su familia a un niño haitiano, pero difícilmente hace algo por niños mexicanos que viven en las condiciones más miserables a unas pocas horas de su casa?

Y ya que estamos en preguntas sobre la conciencia y los haitianos, y después de tantos escándalos fútiles y frívolos que hubo en esta semana, un cuestionamiento final. Se hizo mucho ruido porque un conductor dijo un par de tonteras por hacerse el payaso; ¿pero alguien ha oído algún escándalo por lo que dijo otro conductor de espectáculos en su programa de radio, cuando afirmó que los Estados Unidos deberían invadir Haití para instalar en su plaza central un Burger King y quitarle así el hambre a los haitianos?

Nos afecta tanto lo que nos afecta… Y nos afecta tan poco lo que no nos afecta…




Correo electrónico: rafael@gonzalez.com.mx

miércoles, 6 de enero de 2010

¡No escribas sobre eso!



Casi puedo escuchar las voces de personas cercanas a mí que son prudentes y que tal vez me sugerirían elegir para esta colaboración un tema menos polémico que los matrimonios entre personas del mismo género y la posibilidad de que adopten a menores de edad. Sin embargo creo que el tema amerita el análisis , no desde la limitada e inútil acción de juzgar qué es adecuado y qué no, sino desde la visión de lo que implica legislar y los criterios que deben regir esa actividad, ya que las leyes acaban determinando en gran parte la identidad y realidad de una comunidad.

Lo primero que hay que expresar con toda claridad es que pretender impedir o limitar el ejercicio de los derechos de una persona a causa de su orientación sexual es absolutamente inaceptable; no sólo la homofobia, que implica un rechazo abierto y se acaba manifestando en expresiones de agresión, sino cualquier forma de discriminación, exclusión o intolerancia derivada de características individuales –en este caso la preferencia sexual– corresponden a siglos pasados, y ya entonces eran reprobables. Una comunidad que no reconoce los derechos de sus integrantes por ser distintos a la mayoría no puede preciarse de estar regida por un sistema de libertades, que de acuerdo con ciertos criterios (con los que coincido) es un elemento fundamental del desarrollo.

Considerando lo anterior, cualquier legislación que no reconoce y protege los derechos de todos por igual es insuficiente; y cualquier reforma legislativa que incrementa el reconocimiento y protección de los derechos de todos por igual debe ser considerada un avance. Así, si una persona quiere heredarle bienes a su pareja del mismo género, asegurarle seguridad social o extenderle cualquier beneficio del que disfrutan las parejas heterosexuales, pues esa demanda bien vale abrir la discusión y ¿por qué no? buscar alternativas legales para que así suceda.

Hasta aquí todo bien; pero es también aquí donde se complican las cosas. Lo expresado anteriormente implicaría que se reconocieran a las parejas del mismo género los derechos que la ley ha reconocido para quienes viven en una situación semejante al matrimonio sin haber adquirido ese régimen legal, es decir, quienes viven en concubinato, que es una figura jurídica plenamente desarrollada. Porque para situaciones asimiladas, la ley debe establecer previsiones asimiladas. Pero no debe perderse de vista que las situaciones asimiladas son eso, no la situación original, sino una que se le asemeja.

En este caso, analizando la situación con una visión más amplia que la que se centra en debatir si se está de acuerdo o no, el verdadero triunfo para los promotores de la iniciativa no consistió en el reconocimiento de derechos antes ignorados, sino en lograr que la ley modificara el significado de las palabras: la reforma fuerza a que se reconozca con el término “matrimonio” algo distinto a lo que establece la lengua española, lo que se constata al consultar cualquier diccionario. Esto no puede sino tener un interés ideológico. Esta iniciativa no se dio en forma aislada, sino en el marco de un movimiento por el avance de una ideología; las batallas ideológicas se ganan mediante conquistas; y pocas conquistas hay tan significativas como las que se logran a través del lenguaje.

Desde ese punto de vista los legisladores del Distrito Federal que aprobaron la modificación legal faltaron a la esencia de su cargo al hacerlo en los términos en que lo hicieron, porque la función legislativa no es semántica; no abarca establecer el significado de las palabras ni su empleo. Es artificial la victoria que se logra en términos de igualdad, si esta se alcanza mediante la ampliación forzada del alcance de una palabra.

Es un deber ético de quienes elaboran y modifican las leyes tener el máximo cuidado de impedir que ellos, sus mayorías legislativas o las normas, sean utilizados para alcanzar conquistas ideológicas de cualquier movimiento, independientemente de la identidad o la orientación que este tenga.

Lo anterior se comprobará el día en que la ALDF esté conformada en su mayoría por quienes se opongan a las reformas aprobadas, que sin duda utilizarán esa superioridad numérica para darles marcha atrás. ¿Se puede calificar como avance cultural el que está sostenido por los alfileres de la imposición numérica? Así no se legisla.

Por otra parte está la cuestión de la adopción. No me empantanaré en los terrenos engañosos del debate acerca de cómo crece un niño adoptado por una pareja del mismo género, principalmente porque no me parecen creíbles los argumentos de uno ni de otro lado: ni creo que los niños en esa situación estén condenados a la desgracia ni creo que al crecer se conviertan sin excepción en adultos “perfectamente sanos y adaptados”, como afirman quienes defienden una y otra postura. Hay algo más simple que se ha perdido de vista: la figura de la adopción se enmarca dentro del derecho que tienen todos los niños de vivir en un hogar y de tener una familia; no dentro del derecho de los adultos de conformar una familia.

La adopción no responde a los intereses de los adultos (de una u otra preferencia sexual), sino al interés supremo del menor. Quien argumenta que se le debe permitir adoptar porque es un derecho, tenga la orientación sexual que tenga, no ha comprendido la naturaleza de esa figura. El derecho a adoptar es un derecho imaginario. A lo que cualquiera tiene derecho, eso sí, es a acudir a las instituciones del estado que se encargan del tema y solicitar adoptar a un menor, ese derecho podía ser ejercido sin excepción o exclusión antes de esta reforma, bajo la consideración de que cualquiera que inicia el procedimiento de solicitud de adopción sabe que se trata de un proceso de análisis selectivo y que existen posibilidades de ser aceptado como padre adoptivo o no. Una cosa es solicitar adoptar y otra es que esa solicitud sea aceptada, como lo sabe cualquiera que inicia ese proceso en cualquier parte del mundo.

Lo que todo esto nos muestra es que la justificada necesidad de reconocer derechos plenos para todos se encuentra atrapada entre dos fuegos: el de quienes confunden el reconocimiento de derechos con la relajación de las buenas costumbres, y el de quienes permiten que las luchas dejen de ser batallas garantistas y se conviertan en guerras ideológicas. Y quienes se encuentran en medio y comprenden de qué se trata, simplemente no han podido hacerse escuchar con fuerza.

Atrapados en este fuego cruzado, no pueden hacerse sino malos presagios para el avance de los derechos humanos. Ojalá esté equivocado.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

...cola que le pisen



Yo me encuentro entre los que sentimos que casi nos debemos disculpar antes de mencionar en un espacio como éste el locuaz caso de “Juanito”... pero es un ejemplo tan claro de tantas cosas que suceden en las pistas de la política mexicana, que resulta casi inevitable utilizarlo como referencia para intentar comprender por qué somos como somos, por qué estamos como estamos y por qué nos pasa lo que nos pasa.

Después de una serie de bailes del absurdo, de pronto “Juanito” era el jefe delegacional en funciones de una demarcación de la mayor importancia demográfica, social, presupuestal y política. Ya se sabía que no se le iba a permitir quedarse en el cargo, pero ¿cómo quitarlo? Estaba la vía de la remoción por parte de la Asamblea Legislativa, pero los argumentos que se presentaron eran de risa; a cualquier estudiante de tercer semestre de Derecho le hubiera encantado que le dieran a defender el caso.

Claro que finalmente lo podrían haber removido por mayoría, sin importar si los argumentos eran o no sólidos, pero eso le hubiera dado la oportunidad de defenderse y eventualmente retener el poder con mayor fuerza aún; además en algunos casos los legisladores tratan de cuidar aunque mínimamente las formas. Los plantones alrededor de la sede delegacional tampoco funcionaron, por el contrario, los opositores empezaron a incurrir en responsabilidades penales y a hacer pensar en la delicada posibilidad de que el Jefe de Gobierno tuviera que ordenar el uso de la fuerza pública en su contra.

Entonces se acudió al recurso tradicional cuando los demás fallan, al as que cualquiera que entra en confrontaciones de poder con algún adversario quisiera tener bajo la manga: ¿tiene cola que le pisen?

Aaaahhh… la cola que pisar: el talón de Aquiles. Todo mundo, casi todo mundo, tiene una cuenta, un ingreso, un pariente, una acusación, un negocio, un escándalo, una novia, un novio, un favorcito que alguien le hizo un día. O una noche de copas, o una vida de copas, o un exceso, o muchos, o un error, o muchos.
Recuerdo haber leído en alguna ocasión un libro en el que se aconsejaba que si alguien se convertía en un enemigo, se le dijera simplemente: “yo sé lo que hiciste”. El texto aseguraba la efectividad de tal medida, bajo el supuesto de que cualquier persona ha cometido faltas que prefiere mantener en las penumbras.
Se trata del expediente oculto que se puede sacar cuando el expediente oficial no ha sido suficiente para golpear a alguien. Ahí es donde se ve quién es quién, quién de verdad aguanta y quién no. Muchos pueden defenderse de lo público, de lo que se ha cometido abiertamente: ahí están tan campantes, por ejemplo, algunos que salieron en forma poco decorosa de los cargos que ostentaban hace algunos años o hace sólo algunos meses. Pero si además de lo público tienen cola que les pisen, y luego se las pisan, no todos salen bien librados.
Cuando se entra a la escena pública es fundamental hacer conciencia de que las faltas humanas se sobredimensionan. Todo tiene un costo, se sabe, y en este tema los costos pueden esperar pacientemente por años para ser cobrados. En algunos casos nunca se sabe nada y por lo tanto no pasa nada, pero en otros los costos se pagan con intereses insospechados: se pueden cobrar con cárcel, si el expediente oculto incluía un acta de nacimiento falsificada, o con el hostigamiento atroz de la prensa, alimentada por el hambre de escándalo del público, si se es el mejor golfista del mundo y la esposa tras descubrir sus andanzas lo persigue empuñando justamente –vaya paradoja– un palo de golf como arma amenazadora.
Pero hablando de conductas incorrectas y regresando a territorio de Iztapalapa, se supone que funcionarios de la procuraduría de justicia capitalina le hicieron ver a “Juanito” que si insistía en sus intenciones lo podrían meter a la cárcel por su acta falsificada (el denunciante podría ser cualquiera). ¿Y ahora que se echó definitivamente para atrás no se le fincará responsabilidad penal alguna? ¿Obtuvo alguna especie de inmunidad por ese delito bien documentado y conocido por las autoridades? ¿Eso no es ilegal? ¿No implica eso en sí mismo otra conducta delictiva?
En cuanto a nuestros políticos, seguramente muchos tendrán cola que les pisen, otros pocos no. ¿Queremos saber? Quién sabe; tal vez preferimos la tranquilidad que da la ignorancia, que la angustia que inevitablemente nos atacaría si tuviéramos conciencia de lo que hay en los clósets del pasado de quienes en gran medida manejan el país. En alguna ocasión me encontraba en un restaurante muy concurrido por políticos de distintos partidos. Al salir uno de ellos del lugar, alguien dijo: “no vayan a cerrar la puerta… no sea que le machuquen la cola”.
¿Cuántos de nuestros políticos podrán tranquilamente cerrar tras de sí la puerta?

viernes, 13 de noviembre de 2009

El engaño



El engaño

El día de hoy se pondrán en subasta algunos artículos personales de Bernard Madoff, el hombre que ha cometido el fraude más grande en la historia, calculado en 50,000 millones de dólares. Además de la magnitud financiera y de la duración de la trampa (40 años), el caso llamó la atención porque el engaño alcanzó a grandes empresas, como BBVA, Banco Santander, HSBC, y las auditoras KPMG y Ernst & Young. También afectó a personajes famosos como Steven Spielberg, Pedro Almodóvar, Liliane Bettencourt –la mujer más rica del mundo–, y al parecer incluso a algunas familias mexicanas del norte del país, que por cuestiones de seguridad han preferido no confirmar públicamente si en efecto sufrieron tales pérdidas.



Los grandes engaños son reiterativos en la historia de la humanidad. Farsantes que han recorrido el mundo casándose con personas millonarias para después quedarse con su fortuna; alguno que cobraba por ver al falso fósil de un gigante y otros que han pagado a actores por asegurar que les curaron de padecimientos graves, para después estafar a enfermos de verdad. La foto más famosa del monstruo del Lago Ness ha resultado ser un fotomontaje. En 1985 dos hombres fueron sentenciados a prisión por pretender vender un falso diario de Hitler.


Quienes eran jóvenes en los sesentas recordarán al grupo The Monkees, que pretendía ser la respuesta norteamericana a los Beatles, hasta que se descubrió que sólo aparentaban tocar música y cantaban sobre grabaciones de otros intérpretes, lo que se repitió en los ochentas con Milli Vannilli. Hay quien sigue comentando la autopsia a un alienígena en la base militar de Rosswell como si fuera un hecho real, aunque el autor del video ha confesado el engaño.


Lo más interesante de todo esto es que para que haya un engaño tiene que haber un engañado; por cada mentiroso exitoso hay siempre alguien –a veces muchos– que se dejan engañar. El éxito de los que engañan no se basa en las historias que crean, sino en la tendencia que hay en tantas personas para aceptar sus historias como ciertas, sin importar incluso si hay evidencias de que pudiera tratarse de una falsedad (en el caso de Madoff hubo avisos ¡20 años! antes de que se descubriera su esquema de fraude).


Lo malo de vivir rodeados de tantas mentiras es que ya no se sabe a quién creerle. La credibilidad se ha convertido en un bien mucho más difícil de alcanzar que los cargos de quienes deberían basar su labor justamente en ella. Nadie cree en los policías, por ejemplo, ni en los políticos.


Y es que también ellos.


Por ejemplo, los políticos. Hay políticos indudablemente honrados y sinceros… pero hay muchos otros que no lo son, y hacen exactamente lo mismo que cualquier engañador profesional: se aprovechan de la necesidad, ingenuidad o buena fe de las personas que les creen, para hacer de las suyas. Algunos no pueden hacerlo porque llega algún aguafiestas a echarles a perder el intento, como sucedió en el caso de la imagen que se truqueó en Campeche para hacer aparecer al gobernador junto a los presidentes de México y Guatemala. Luego se despidió a un servidor público menor y finalmente al encargado de Comunicación Social, y se afirmó que el gobernador no sabía nada. ¿Será?


Luego está lo que sucede cuando dos o más políticos sostienen posturas radicalmente opuestas; entonces se da una situación en la que o ambos tienen razón –lo que en casos de posturas polarizadas se torna difícil– o uno de los dos está equivocado y con eso hace caer en error a los seguidores que le creen; o, en el peor de los casos, uno de ellos está mintiendo y por lo tanto engañando a sus simpatizantes. En México la pasada elección presidencial dejó a casi 15 millones de personas creyendo que otro tanto estaba equivocado: unos creían que los otros eran engañados por un candidato de la derecha que sólo quería proteger a una élite de villanos del poder, y esos otros a su vez creían que los primeros eran engañados por un candidato de la izquierda que, con una postura populista falsa, decía mentira tras mentira con tal de obtener votos.


El drama en realidad no es ése: la verdadera tragedia se presenta cuando pasan los años y ninguno de ellos gana credibilidad, sino que ambos la pierden a pasos agigantados, uno por no cumplir todas sus promesas de campaña y el otro por una gran variedad de factores, aderezados por imágenes que prueban que su propio hijo tiene un estilo de vida más que alejado de sus postulados discursivos.


Si hiciéramos algo así como un prototipo del político que esperamos para México, este tendría inevitablemente que pasar por una honestidad y transparencia a toda prueba: tendría que ser uno que no mienta, y que si alguna vez lo hace sienta al menos la pena que da la decencia, y haga lo necesario para corregir el engaño por su propia iniciativa.


En el caso de Madoff, la subasta de hoy será poco elegante. Se pondrá precio a su equipo de pesca, a sus relojes y hasta a parte de su ropa. Pero no quedará nadie a quien le dé pena. Pena, robar y que te cachen, dicen. Ya el que se subasten sus trapitos será lo de menos.


Correo electrónico: rafael@gonzalez.com.mx

martes, 3 de noviembre de 2009

¡Tengo miedo!



Esta noche es la noche de brujas anglosajona, y el lunes es el mexicanísimo día de muertos. En realidad los bordes entre una y otra tradición se han ido diluyendo y los que pertenecemos a estas generaciones hemos asistido a la paulatina y tal vez inevitable fusión de cultos, al menos en cuanto a imágenes distintivas se refiere. Ayer recorrí con mi hijo un mercado lleno de calacas de cartón, calaveras de azúcar y catrinas de papel elegantísimas que convivían sin pudor nacionalista alguno con brujitas de Halloween y fantasmitas que decían “¡boooo!” en inglés. Sólo después de comprar algunos ejemplares de papel picado me sorprendió descubrir que la imagen recortada en algunos de ellos era la de una sonriente y estadounidense calabaza.


El punto de coincidencia de ambos festejos son las tumbas, las velas, el color anaranjado que se hace presente tanto en el cempasúchil como en las calabazas, lo tenebroso y el aflorar de todo aquello que nos causa miedo a los humanos. Y hablando de lo tenebroso, coinciden estas fechas en forma preocupante con el baile macabro que se traen los legisladores y el poder ejecutivo en torno al diseño de un nuevo paquete fiscal. Aquí también, el miedo se hace presente.

A los ciudadanos nos dan miedo los destrozos que puedan hacer los legisladores: que nos cobren por todo, que nos conduzcan a más penurias de las que hemos vivido en los últimos meses, que inventen impuestos nuevos, que incrementen los que ya existen o que escondan alguno que otro por ahí.

Da miedo, y no es para menos: el presidente propone medidas fiscales, los diputados rechazan unas, cambian otras y se inventan unas más, para finalmente informarnos que todavía no encuentran la forma de evitar que el próximo año se presente un terrible “agujero fiscal”. Un agujero fiscal… ¿a qué nos debería sonar? El término suena espantoso. Los diputados priistas aprovechan la ocasión para hacerle ver al presidente y a quien se deje que ellos mandan, así que cambian la propuesta por una propia, y que esta sea insuficiente es lo de menos. El presidente del PAN se queja y acto seguido le pasa por encima una estampida de indignados revolucionarios que por lo visto quieren causarle tal temor, que en adelante lo piense una o seis veces antes de opinar lo que sea en contra de ellos.

Los senadores del PRI advierten que van a echar pa’trás las inaceptables medidas aprobadas por los diputados, aunque sean los de su propio partido; luego se juntan todos y se toman, sonrientes, una foto. Queda oculta en la penumbra más misteriosa la cuestión de qué van a proponer los legisladores de la cámara alta. Todos sospechamos que los intereses que definirán finalmente la recaudación y el gasto del dinero público no serán los más patrióticos sino los usuales, los que surgen de las ocultas catacumbas en que operan líderes políticos que a más de uno le causan espanto.

“¡Tengo miedo!” dice el clásico. “¡No voy a confiar, en este momento tengo miedo!”

Para el presidente Calderón y su gente, en México le tenemos miedo a los cambios de paradigmas, por eso no hacemos las reformas estructurales que el país necesita. Al menos en alguna medida parece que tiene razón. Todos sabemos que el miedo paraliza; ¿no será eso lo que tiene a los líderes políticos como inmovilizados en ese aspecto?

Al mismo presidente, por lo visto, se le quitó el miedo a decirle a los empresarios que deben cumplir mejor con sus impuestos; bueno, como dirían en algunos pueblos: ahora sí se despertó el muerto. Los líderes salen indignadísimos a asegurar que los empresarios sí cumplen con sus impuestos. No ellos, no los asociados a sus respectivas cámaras de comercio, no: todos los empresarios. Pero es que también, el presidente empleó expresiones y conjuros que asustan al más valiente: por ejemplo, que hay que acabar con los regímenes de excepción.

El secretario del Trabajo Javier Lozano dio, hace unos días, una muestra de resistencia y aplomo frente a situaciones espantosas y logró mantenerse sereno, por ejemplo cuando un diputado que también sería un pésimo profesor de primaria daba de manotazos en el podio de la tribuna gritándole enajenado como si estuviera en la barra de una cantina, sabiendo que gozaba de total impunidad y libertad para comportarse como quisiera (más, claro, que en la cantina). Y Lozano, ni un parpadeo. Hay que luchar contra el miedo.

A los políticos nada les da tanto miedo como el costo político, y se lo avientan entre ellos, espantados, no ya como papa caliente sino como el petate del muerto. Les asusta más incluso que la posibilidad de que se conozcan sus excesos, sus inconsistencias o sus abusos.

A otros, sin embargo, parece gustarles el miedo. Noroña y Muñoz Ledo, por ejemplo, seguramente se comportan como lo hacen en el congreso para ver si así cualquiera que se las vea con ellos experimenta, ya de entrada, un temor que le ponga en cierta desventaja.

Si una reforma fiscal suele parecerse a una montaña rusa, los políticos parecen estar haciendo lo posible para convertirla en una casa de los sustos. Ya los veremos en tres años pidiéndonos el voto, como diciendo: “ándenle… no tengan miedo”.

jueves, 22 de octubre de 2009

México, los derechos y los ciudadanos




En cualquier lugar del mundo, el que se compruebe una falta de un servidor público que haya generado afectaciones a los ciudadanos es motivo más que suficiente para que el funcionario renuncie a su cargo.


En ocasiones ministros o gobernadores renuncian a sus importantes funciones por causas menos graves, como descuidos, omisiones o imprudencias. En Perú, por ejemplo, un ministro de Vivienda renunció a su cargo por haber dado asesoría profesional a una empresa que al parecer se dedicaba a realizar espionaje telefónico. En China el gobernador de una provincia renunció tras haberse roto un dique en un vertedero ilegal, que provocó un alud y centenares de muertos; no tenía responsabilidad directa en los hechos, pero consideró que como gobernador debía haber detectado esas fallas oportunamente. El anterior gobernador de Nueva York renunció al sueño de su vida política después de que se desató un escándalo por descubrirse que era cliente asiduo de un fino negocio de la vida alegre (que a él por lo visto le cumplía esa promesa, pues fue cliente durante varios años). Más recientemente, un ministro japonés de Finanzas renunció a su cargo tras haberse presentado en una rueda de prensa con una o cinco copas de más, y el ministro ni más ni menos que de Gobernación de Honduras emitió comentarios racistas contra Barack Obama y, por supuesto, renunció poco tiempo después.

En México, quien fungía como gobernador interino de Chiapas cuando estalló el conflicto armado, en 1994, renunció al cargo unos días más tarde, bajo el argumento de que su salida del gobierno estatal podría ayudar en cierta medida a resolver la crisis, que en ese entonces parecía que duraría algunas semanas.

Por todo lo anterior, sería de esperarse que si el máximo tribunal de la nación comprueba que un gobernador incurrió en afectaciones graves a las garantías individuales el gobernador inculpado cuando menos renunciaría a su cargo. Ulises Ruiz no. Él no encuentra motivos suficientes para hacerlo.

¿Por qué es grave que un servidor público de alto nivel viole las garantías individuales de los ciudadanos? Porque sin las garantías, para efectos prácticos los derechos humanos no son nada. La noción de dignidad humana conduce al concepto de la existencia de derechos esenciales. Implica también el derecho al derecho, es decir, a que exista un orden jurídico al que se pueda acudir, y a que las autoridades actúen con apego al mismo. Pero el solo reconocimiento de que existen esos derechos humanos no implica que se respeten, por eso se introducen en las leyes garantías, protecciones que tienen por objetivo asegurar que sean respetados.

Por lo anterior, un funcionario público que viola esas garantías le da la espalda a la Constitución –que es donde se encuentran reconocidos los derechos y establecidas las garantías que los protegen–, desprecia el valor humano de los gobernados e ignora el fundamento mismo de su labor, porque no hay otra justificación esencial para la existencia de las autoridades, que la preservación de los derechos de los ciudadanos. Así de grave.

Pero en México una cosa es que se haga un señalamiento tan delicado, y otra es que eso tenga consecuencias. Ulises Ruiz debe pensar: “si ese Mario Marín no renunció después de las grabaciones… ¿por qué renunciaría yo?” Y claro, ahí está Marín muy orondo y sonriente en festivales de mole poblano, tanto como lo está Ulises Ruiz encabezando los festejos de La Guelaguetza. Y luego está el PRI: “el gobernador de Oaxaca debe saber que cuenta con el apoyo de su partido”. ¿Pero será que no han entendido nada? Tristes políticos olvidados del sentido de su labor, que en lugar de ver señalamientos graves y comprobadas conductas intolerables ven jueguitos de poder por todas partes y con todo el mundo; y como para luchar por el poder son buenos…

Por eso estamos como estamos. Por eso a pesar del enorme avance que ha habido en la legislación y en la creación de instituciones a favor de los derechos humanos no avanzamos, porque las leyes no sirven de nada cuando los que las aplican son insensibles y no entienden de qué se tratan.

Frente al tema de los derechos humanos hay tres tipos de funcionarios públicos: los ignorantes, los respetuosos y los cínicos. Los ignorantes no entienden de qué se trata eso de los derechos humanos y el que sean respetuosos de ellos o los violen velada o abiertamente depende en gran parte de su propio sentido ético y sus valores, o en muchos casos de la falta de ellos. Los cínicos son los peores: ven los derechos humanos –y todo lo demás– tan sólo como temas discursivos, materia obligada y muchas veces un estorbo para su desinteresada labor (desinteresada de los ciudadanos y de la ética del servicio público, se entiende), nunca por encima de sus objetivos, nunca por encima de los intereses personales, de grupo o de partido.

Ahora que se está eligiendo un nuevo ombudsman bien harían los senadores en dar prioridad a tres cualidades indispensables en el defensor de derechos humanos que México necesita: ojos grandes, para ver bien las incongruencias y las actitudes cínicas; voz fuerte, para denunciarlas; y muchos pantalones, para sostenerlas.

Correo electrónico: rafael@gonzalez.com.mx

martes, 15 de septiembre de 2009

Más malos que necesarios


La teoría política ha definido a los partidos políticos como “la vía institucional mediante la cual la ciudadanía puede acceder a las estructuras de poder establecidas en el orden jurídico…” y tal y tal. Los observadores de la política y de sus instituciones, en cambio, han sido más claros y al mismo tiempo más contundentes en su descripción: los partidos políticos son, en tres palabras, un mal necesario.

Son un mal porque su existencia inevitablemente genera algunos efectos no deseados por los usuarios finales –los ciudadanos–. En torno (y no se diga al interior) de los partidos surgen, como efectos secundarios, intereses ajenos a los que les dan origen, que son la democracia y sus componentes: la justicia, la libertad, la equidad. Surgen intereses que distorsionan la naturaleza original de la vida política y que en demasiadas ocasiones son ocultos, y para mantenerlos escondidos a la mirada pública los principios democráticos más nobles se convierten en su careta, renunciando a su valor profundo, a veces descaradamente y a veces intentando agregar siquiera una dosis mínima de pudor disfrazada de ética. Por eso el término “político” se ha convertido en un adjetivo descalificador, cuando no es que despectivo: “se antepusieron los criterios políticos”; “la explicación fue más bien política”; “están haciendo política”; “hay intereses políticos de por medio”.

Los mismos políticos se confiesan involuntaria e inconscientemente y frente a la nación entera exigen con indignación y firmeza no politizar determinado asunto, casi diciendo: “por una vez, que no se haga lo que nosotros solemos hacer”.

Todo esto y todo lo demás que los ciudadanos atestiguamos cada día se tolera porque se comprende esta consecuencia ineludible de la actividad de agrupaciones integradas por quienes son, a fin de cuentas, humanos; y que manejan asuntos frente a los que esa naturaleza, la humana, muestra sus rasgos más impulsivos y ambiciosos, como el dinero, la fama pública, la capacidad de influir para lograr imponer las propias visiones o los propios intereses. El poder, pues. Se acepta esperando que, finalmente, sean mayores los beneficios.


Son los llamados daños colaterales, que si se justifican es sólo por el beneficio que generarán, lo mismo al rescatar rehenes que al apagar un incendio. Nadie pone en duda, por ejemplo, el criterio médico que permite causar daños a una persona en su organismo, si con ello se le salva la vida.

¿Pero qué sucede cuando los beneficios no llegan? ¿Qué sucede si los daños dejan de ser menores al bien esperado? ¿Qué sucede cuando los partidos políticos siguen siendo un mal sin producir los resultados que los hacían, en primer lugar, necesarios? Porque lo son, pero sólo mientras la necesidad no sea superada por los males que ellos mismos maquilan.

Entre más conocemos a nuestros partidos menos necesarios parecen, porque lo bueno que puede haber en ellos se ve reducido, opacado, por todo lo negativo que le dan al país un día sí y el otro también.

¿Necesitamos al PRI? Por supuesto que lo necesitamos: bien o mal, el país que fuimos siendo conforme transcurría el siglo pasado lleva su rúbrica, gobierna a buena parte de los mexicanos –a veces incluso con eficacia– y tiene una estructura operativa que, bien utilizada, puede ser sumamente funcional. En su interior surgen políticos-políticos, que saben moverse en la urdimbre institucional con el que rueda el país y que pueden de pronto hacer coincidir todos los cabos sueltos y lograr que se realice un proyecto, una reforma estructural, o un programa de gobierno cuyo proceso de concreción parecía laberíntico. Lo que no necesitamos es esa identidad egoísta y mañosa que muchos de ellos parecen llevar en las venas. No necesitamos su adicción al poder, sus poses postrevolucionarias, sus aires de importancia propios de quien de verdad cree que forma parte de una categoría muy superior a la de la gente común, ni sus hábitos de establecer relaciones dudosas con quien se deje para después utilizarlas en su provecho. Definitivamente no necesitamos su idea de que los recursos públicos son dinero a su disposición, siempre que se salve el incómodo proceso de encontrarle el caminito.

Necesitamos al PAN, claro, lo necesitamos tanto como lo necesitaba México cuando nació. Necesitamos casi con urgencia su vocación humanista, sus antecedentes democráticos que lo fueron hasta el heroísmo, su claridad de principios y su identidad de contrapeso al poder autoritario. Necesitamos su fe en el involucramiento y compromiso ciudadano, su intención original de transformar el espíritu de México y de gobernar –desde el poder o desde enfrente– para los ciudadanos e incluso sin dejar de serlo mientras se ejerce un cargo público. Pero sin duda podemos prescindir de esa facilidad con que las debilidades personalísimas de sus miembros se exteriorizan y reflejan en la actividad pública, salpicando y contaminando al partido mismo, a las instituciones de gobierno y, principalmente, ni más ni menos que a los ciudadanos. Necesitamos la sencillez y autenticidad que se pueden encontrar en la mayoría de sus integrantes más azules, pero no necesitamos ni un poco de ese gusto por jugar vencidas con todo el compañero que vea las cosas un poco distinto, para ver quién es más auténticamente panista, como si en el duelo pudieran ganar las escrituras mismas del partido.

Necesitamos al PRD en la medida en que encarna la identificación auténtica con los postulados de izquierda, volcados a las causas que más justicia le hacen al pueblo y a los más desprotegidos de los mexicanos. Pero no necesitamos en nada esa creencia de que definirse como “de izquierda” es suficiente para merecer la gloria, la gratitud y el favor de los ciudadanos salvados del maligno en turno. De eso mismo podríamos prescindir: de esa absurda convicción de que los mexicanos deben ser salvados gratuitamente, siempre que sean ellos, los libertadores perredistas, los salvadores. Necesitamos su persistente recordatorio de los agravios históricos que han sufrido tantos y tantos mexicanos; pero no que se los quieran cobrar a título personal. Y claro que no necesitamos su conflicto de identidad que les hace dudar a ellos mismos si deben o no utilizar la credencial de elector de López Obrador como su propio documento de identificación, para ver si así los dejan pasar.

Necesitaríamos a otros partidos, claro, a cuantos hicieran nuestra democracia una más funcional; pero los demás que tenemos insisten en hacerse a sí mismos francamente prescindibles. Como el PT, que se ha convertido en algo parecido al colado que se ha metido a tantas fiestas, que ya hasta los de la casa lo saludan, y que no muestra pudor al ser representado por personajes tan disímbolos como protagónicos, que si no pueden ser comparados con chivos en cristalería ello se debe tan sólo a que –a diferencia de todo lo que estos representantes populares pueden estropear– el vidrio se rompe una sola vez. Al comentar la cantidad de acciones erradas que está cometiendo el PT –dar Iztapalapa a ser gobernada por Juanito, ser representado en el Honorable Congreso de la Unión por quienes van desde ser alérgicos a todo lo que pueda ser honorable, como alérgico es Fernández Noroña, hasta quienes creen que la patria entera les debiera rendir honor, como Muñoz Ledo– alguien decía que no importa, que finalmente será ese partido quien acabe pagando el precio. No, no, quien pagará el precio serán los Iztapalapenses; quienes estamos pagando desde ya el precio
somos todos los mexicanos que requerimos como nunca un congreso que esté a la altura de las expectativas más superiores.

O prescindibles como se hace a sí mismo el Partido Verde, que no encuentra interés alguno en molestarse en rechazar los señalamientos de ser un grupillo elitista que sirve más como negocio familiar y de amigos que como partido político, y que expone sus incongruencias más inexplicables en espectaculares y con letras gigantes, por si se requiriera de mayor evidencia.
Mientras tanto, como están ahora las cosas, los partidos hacen válida la expresión con la que se les describe, se mantienen como males necesarios… pero nos están saliendo mucho más malos que necesarios.

En eso no quedamos


Alejandro Martí, como resultado de la terrible desgracia que vivió junto con su familia, se ha convertido en un incuestionable referente en el tema de la seguridad pública en México, y muy especialmente en cuanto se refiere al combate al secuestro. Se trata de un padre de familia que habla del delito, de la corrupción y de la ineficiencia policiaca desde la visión inobjetable de quien fue agraviado como el que más. No es ese carácter, sin embargo, el único elemento que da contundencia a sus palabras. Los juicios y las opiniones de Alejandro Martí se escuchan y dan en el punto exacto debido al dolor de donde nacen, pero también por la serenidad que heroicamente ha logrado mantener, por la claridad de sus visiones y por la sencillez de su forma de expresarse, que al no estar sometida a los adornos estrafalarios del lenguaje político, transmite lo que quiere decir sin mayores estorbos y logrando mucha mayor precisión de la que alcanzan quienes la buscan esmerándose inútilmente en discursos tan adornados como complicados.

Hace unos días, en una conversación con la conductora de un noticiero, él describía lo que se ha hecho en cuanto a la conformación de equipos antisecuestros en las procuradurías estatales y explicaba cómo, si bien se han realizado algunas acciones, estas son distintas a lo acordado y por lo tanto carecen de visión integral y coordinación estratégica, y en este punto se expresó diciendo: “en eso no quedamos”. Esta frase común me pareció la mejor forma de describir lo que sucede con el combate a la delincuencia y con las ineficiencias que encontramos en funcionarios de distintos órdenes de gobierno y de las más diversas instituciones públicas: ¡en eso no quedamos!

Eso podríamos decir cada vez que constatamos lo elemental y limitadas que son muchas acciones que pretenden ser de lucha contra el crimen. Hace unos meses, por ejemplo, una mujer fue asesinada a las afueras de la escuela de sus hijos. La reacción de las autoridades consistió en colocar en el lugar de los hechos, desde el día siguiente y por algunas semanas, a dos policías que al parecer no tenían más función que la de estar parados en el sitio en que se realizó la agresión. Estos elementos policiacos nunca hicieron otra cosa que aburrirse a más no poder, cambiar a ratos de esquina para combatir el ocio, platicar y estar. En realidad ellos no eran culpables de esa ineficiencia: aunque lo hubieran querido no había nada que hacer ahí, no había indicios, elementos que investigar, bueno, los policías ni siquiera formaban parte de la policía investigadora, sino de la preventiva. En ese lugar no había más que una banqueta en la que se había cometido un crimen. Eso, y dos policías. Por eso el jefe de Gobierno puede proponer estrategias nacionales de coordinación contra la delincuencia y lo que sea; cuando se constata cómo ni siquiera se puede lograr que los policías de a pie, los de contacto más directo con la ciudadanía, sean puestos a cuidar una puerta que sí sea necesario vigilar, se tiene todo el derecho a no creerle nada. Y si además se había comprometido a realizar una serie de acciones para mejorar la seguridad pública y seguimos viendo estas muestras de falta de aptitud, hay que decirlo así: en eso no quedamos.

Se está cumpliendo un año de la firma del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad. Quiero resistir la tentación de sumergirme en la comparación de datos entre las acciones acordadas y las que se ostentan como realizadas, y de tratar de dilucidar si las que en efecto se lograron tienen o no un impacto en la seguridad de los ciudadanos. Prefiero analizar lo que ha sucedido de otra forma: es más, concedamos como cierto que se han incrementado los recursos, se ha mejorado la capacitación, se han integrado grupos policíacos de élite, se han sentado las bases para una mejor comunicación y coordinación interinstitucional, todo eso. Pero aun después de revisar a detalle todos los logros anunciados por las autoridades carecemos de elementos para suponer que cualquiera que vive en este país es hoy menos vulnerable frente a la posibilidad de sufrir un asalto, una extorsión telefónica, un secuestro express, o uno de los otros, de los más atroces, que hace 12 meses.

No importa “haber sentado las bases para” tal y tal; no sirve de nada que se haya “reforzado la estructura” de tal y tal, porque el compromiso, se nos dijo, fue que viviríamos más seguros. ¿Y sí?
A un año del acuerdo nadie tiene mucho que celebrar. Tampoco sería del todo justo afirmar que no se ha realizado nada, finalmente algo se ha hecho. Pero si se llenan informes, se suscriben documentos y se anuncian medidas que no nos ayudan a usted y a mí y a nuestras familias a vivir en menos peligro, nos corresponde decirlo así: en eso no quedamos.